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Empecé a llevar el libro que tomé prestado de la biblioteca del ala oeste conmigo y a todos lados. Entre mis clases leí lo que pude y finalmente ese viernes a la noche, en vez de unirme a Grace y Lorenzo para ir a una de las fiestas de Donovan, me quedé en mi departamento, descongelando en el microondas una comida para terminar de leer casi de portada a contratapa, “Flores del mal”. Como no era muy afín a la poesía, me costó horrores intentar comprender lo que Penélope había captado tan bien, pero haber escuchado el borrador de su ensayo en voz alta, me ayudó a leer con otra perspectiva.
No puedo decir que con el tiempo me volví más experto en el tema puesto a que la poesía nunca fue mi fuerte y entendía que no lo iba a ser nunca, pero hasta el día de hoy sigo pensando que es una de las cosas que me unieron a ella, directa o indirectamente, algo que me hizo comprender su mundo lleno de sensibilidades de otra forma.
Pasé la siguiente semana leyendo, tratando de entender, reinterpretando, analizando y diseccionando qué era lo que hacía que las personas consideraran a Baudelaire uno de los poetas más influyentes del siglo XIX.
Tim me llamó varias veces para preguntarme dónde estaba metido, nadie me había visto por el campus fuera de hora. Pasé mi tiempo estudiando para el club o en el club donde empecé a leer en voz alta mis ideas junto al grupo de cinco estudiantes. La aceptación me hacía sentir bien, pero por encima de eso estaba la idea de que si —los que yo consideraba— amigos de Penélope me aceptaban como un par, ella me iba a aceptar de nuevo en su vida, como lo había hecho una vez anteriormente.
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Los primeros recuerdos de la vida son, como dicen, vagos y difusos, algunas veces se pierden en nuestra memoria pero hay un primero, uno que todos tenemos y es considerado nuestra primera recolección de conciencia en nuestra vida.
Él mío es con ella.
Nosotros dos, sentados en el living de la señora Holt, frente a la televisión, y Penélope tomándome de la mano, no debíamos haber tenido más de cinco años. Lo puedo recordar incluso en este momento: las ventanas entreabiertas, las cortinas que flameaban con la brisa del mar hacia el interior de la habitación de su casa típica de clase media del momento, la alfombra debajo de mi cuerpo estaba manchada con jugo de zanahoria, el aire olía a pastel de limón recién horneado y Penélope se giró para mirarme con sus pupilas dilatadas y una expresión de éxtasis con un mechón cobrizo pegado a su mejilla. “Max”, fue lo único que dijo.
No voy a intentar extender mi capacidad de narrar ese momento intentando hacerlo como lo haría ella. Siempre fui una persona muy práctica cuando de recontar el pasado se trata. Pero sí había una simplicidad y una pureza en esos días que más tarde comprendería eran efímeros. En ese momento, la vida parecía plena y sin complicaciones, como si el mundo entero se redujera a la calidez de ese living, el aroma del pastel de limón y la compañía silenciosa pero elocuente de Penélope. Me pregunto si ella lo recuerda con la misma claridad, si al cerrar los ojos también puede ver las cortinas ondeando, sentir la textura de la alfombra manchada y oír mi propio nombre en su voz.
Desde ese momento, toda mi infancia estaba plagada de ella.
Teníamos una pequeña casa del árbol en la mía donde Penélope guardaba sus objetos más preciados: una muñeca de trapo, un cuaderno con sus dibujos y un espejo de marco de plata que le había regalado su abuela. Tengo incontables recuerdos con ella, en ese lugar donde consumamos nuestro matrimonio en un juego en el que ella me obligó a participar. Me puso una de las corbatas de moño que su padre tenía para eventos especiales guardado en uno de los cajones de la cómoda de su habitación, en el primer cajón —Penélope había trepado una silla para poder alcanzarla para mí— y ella usó uno de los pañuelos blancos de puntilla de su madre en su cabeza.
Penélope me dio en ese momento mi primer beso.
Pensaba en ese beso de vez en cuando, no exclusivamente cuando una chica me preguntaba sobre mis primeras veces experimentando mi sexualidad, sino de manera aleatoria cuando sentía que algo lentamente se iba perdiendo en mí a medida que los años sin Penélope iban escapando de mis manos. Penélope fue mi primer beso, mi primer abrazo de una chica y mi primera fantasía sexual cuando tenía doce.
Cada nueva relación, cada beso y cada abrazo que vinieron después, llevaban consigo la sombra de aquel primer contacto con Penélope. Las comparaciones eran inevitables, aunque a menudo injustas. Sentía que nadie podía igualar la mezcla de inocencia y trascendencia de esos primeros momentos.
Creo que un hombre sufre desesperadamente por una mujer solo una vez en la vida. Después de eso, nunca más va a poder amar por completo nuevamente. Esa era mi maldición, haber tenido y haber perdido a la persona que era parte de mí muy adelantado en mi vida.
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El viernes después de dejar la reunión del club fui directo hacia mi departamento y ni bien entré al living, dejé mi sobretodo sobre la mesa junto a mi maletín para sacarme la ropa en mi habitación con desespero y meterme bajo la ducha fría. No ayudó en ninguna forma. Las imágenes de haberla visto en la tarde todavía recorrían mi mente. Había usado un vestido corto de color oliva que se había escapado de sus muslos para caer entre sus piernas y apenas cubrir su ropa interior cuando levantó los pies del suelo para dejarlos sobre el almohadón del sillón.
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Editado: 23.08.2024