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Las reuniones continuaron con alcohol y más de un par de cigarrillos. Nos juntábamos a discutir poesía, hablar de poetas —de sus vidas— y a emborracharnos para llegar a nuestros respectivos departamentos apestando a alcohol. Empecé a llegar tarde a mis clases de los martes y los jueves, pero los viernes el mundo era nuestro. Era cuando perdíamos la cabeza recitando citas famosas y escuchando la música clásica que James compartía con nosotros en forma de discos de vinilo que reproducía en el tocadiscos.
Los saludaba en los pasillos cuando nos veíamos, —ellos me saludaban a mí mejor dicho— reconocían mi existencia en este mundo como la de un par y a mí eso me llenaba el pecho.
Fui invitado más de una vez a la fiesta de Donovan que siempre se realizaba los viernes, pero era de mi preferencia pasar el tiempo con los integrantes del club que ir a que un par de desconocidos me hicieran preguntas de los miembros.
De hecho, fui invitado a varías fiestas aleatorias de personas a quienes no conocía muy bien, pero con el pasar de las semanas me iba despegando de la realidad del resto para apegarme a la de los mejores artistas que posiblemente Las Tres Torres jamás había visto —y dudo que vuelvan a ver—.
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Teníamos ocho la primera vez que pensé que iba a perder a Penélope.
Nuestra niñez fue buena, en muchos aspectos casi perfecta. Los dos nos sentíamos plenos, ninguna preocupación, ninguna carga, ninguna responsabilidad. Íbamos a la escuela juntos, volvíamos de la mano a su casa o a la mía —dependiendo del día— y jugábamos hasta cansarnos. Nada nos paraba, incluso cuando Brandon estaba en la escena nosotros seguíamos en el pequeño mundo que habíamos construido para nosotros. La casa del árbol, las carpas hechas de sábanas y almohadones, los viernes de películas, las tardes de televisión. A la mañana nos llamábamos por walkie-talkie y a la noche nos quedábamos dormidos juntos hasta que una de las madres nos llevaba a nuestras respectivas camas en nuestras respectivas casas.
Penélope era buena. La vida era buena. Yo era bueno.
Ella me contagiaba sus carcajadas, me dejaba jugar con su pelo, siempre pinchaba mis pies cuando los tenía desnudos quejándose de que tenían olor.
Para ese entonces estábamos siempre de la mano, pegados el uno al otro, como almas de la misma consistencia. Ella era mi mejor amiga, mi luz, mi razón de sonreír. Lo primero en lo que pensaba en la mañana y lo último que veía antes de dormir: su rostro.
Tenía una conexión sana con mi compañera de juegos y una noción de que todo lo que compartíamos era infinito. La percepción de que esos años nunca se iban a acabar.
Habíamos estado jugando toda la tarde en la costa, construyendo castillos con arena húmeda, caracoles, algas y ramas que podíamos encontrar. Como nuestras casas daban a la orilla, muchas veces nuestras madres nos observaban desde dentro, por los ventanales traseros para controlarnos. Nuestro mundo era pequeño pero éramos libres para correr desde su casa a la mía, por encima de la costa, tirándonos al suelo y poniendo arena dentro de la ropa interior del otro. A Penélope le gustaba crear guerra de barro donde cada uno construía un fuerte cavando en la orilla y un arsenal de bolas de barro húmedo que nos lanzábamos mutuamente.
Esa tarde Penélope tuvo la idea de ir más allá de mi casa, un poco más lejos, para explorar la lomada, donde un terreno vacío estaba acumulando basura —la cual ella llamaba “tesoros”—. La seguí como era normal. Siempre la seguía a todos lados: trepando árboles, por debajo de alambrados, hacia la derecha para ir a su casa y a la izquierda para buscar las bicicletas. Ese día la seguí hacia el sureste para buscar tesoros.
No había nada en el gran terreno, era un descampado con pastizales y un par de objetos viejos que la gente iba dejando en el lugar, partes de autos —muchas llantas—, algunas valijas y montañas de ropa usada.
Penélope se metió dentro de uno de los closets y encontró un reloj pequeño, el cual guardó en el bolsillo para dejarlo junto a sus otros tesoros en la casa del árbol. Mientras ella seguía explorando, me dispuse a encontrar, por otro lado, algo que pudiera servir como parte de mi fuerte para cuando tuviéramos otra guerra de bolas de arena.
No sé en qué momento Penélope salió del closet, pero en algún momento ella llamó mi nombre desde la punta opuesta. “¡Vení, Max! ¡Mirá esto!” Corrí producto a la urgencia de su voz. Ella reía, no estaba alarmado, pero quería ver qué era la cosa fantástica que había encontrado. Cuando llegué a su lado, ella tenía la pierna hundida a través de una de las llantas, entre el pastizal y la arena. “¡Es profundo!”, me dijo con una sonrisa y antes de que pudiera entender qué estaba pasando, ella empezó a gritar. Todo pasó tan rápido. Cuando miré hacia el agujero en el cual ella tenía metido el pie una oscuridad empezó a trepar por él, no fue hasta que alcanzó su rodilla que me di cuenta de que eran hormigas.
Penélope había metido su pierna de lleno en un hormiguero.
La tomé de las axilas y tiré de ella para retirarla del peligro. Las hormigas eran muchas para poder quitarlas de una sola vez. Ella empezó a llorar de una manera que no lo había hecho antes, rodando en el suelo mientras yo golpeaba su pie una y otra vez, esperando que las hormigas la dejaran en paz. Antes de que pudiéramos quitar la mayoría de los insectos, su pierna se empezó a hinchar y ella empezó a desvanecerse. Su pie estaba cubierto de picaduras rojas que empezaban a enrojecerse, había empezado a salir pus de las zonas donde había recibido más de una a la vez. Ella no reaccionaba mientras quitaba las últimas hormigas y su llanto iba cesando de a poco.
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Editado: 23.08.2024