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“¿Siempre hay gente desconocida en tu casa?” Le pregunté. Ella estaba con su camisón de muselina y un negligé encima de color azul profundo que resaltaba su cabellera rubia casi dorada.
“No son desconocidos, son amigos de mis papás.” Explicó ella.
“Podés pasar.”
Ella se adentró en la habitación lentamente y cerró la puerta detrás de su espalda. Cuando esta hizo el click, Penélope dio pequeños pasos hacia la cama y corrió el último tramo para caer de costado sobre el colchón. Se metió dentro de las sábanas sin pedir permiso y yo las levanté para verla sentada en posición india. “Metete conmigo.” Rogó y lo hice, pasé la tela por encima de mi cabeza para quedarme en la oscuridad con ella. Pasaron un par de minutos hasta que me acostumbré a verla en las penumbras. “¿Qué pasa?” Pregunté.
“Gracias.” Dijo ella. No sé si se refería a lo de Donovan o a lo de Brandon, no sé si se refería a que me había quedado en el club, o a haber ido con ella a su viaje de fin de semana, pero de igual manera respondí, “de nada.”
Ella me miró intensamente, con sus ojos marrones profundos, esperando algo, como no sabía qué era lo que quería, sólo la contemplé morderse el labio inferior.
Sentía muchas cosas cuando estaba con Penélope y el resto de los otros integrantes, pero sentí más cuando estuvimos una vez más en una de nuestras carpas improvisadas, sólo nos faltaba una linterna, una revista y que ella me comentara cosas de las imágenes para ser completamente transportado trece años atrás.
Sentía una mezcla profunda y compleja de emociones por Penélope. En la infancia, ella había sido un ancla en mi vida, después, se había convertido en un recuerdo constante de la inocencia y primeras experiencias. Penélope representaba una mezcla de nostalgia y deseo, deseo de volver a esos años, de volver a sentirme unido con alguien de una manera profunda. No sé por qué sólo había sentido eso con ella. Una parte de mí me decía que era porque yo estaba atrofiado, ella me había atrofiado. Me había proporcionado una relación que iba a ser imposible de igualar, no importaba cuántas veces lo intentara en los años siguientes.
Estando con ella volví a sentir una seguridad y una calidez que rara vez experimentaba con otras personas. Penélope no me hacía sentir importante y visto, pero era algo que anhelaba profundamente. Tenerla debajo de las sábanas conmigo me hizo sentir que por primera vez había un dejo de esperanza. Volver a restaurar esa conexión era posible, ella no estaba tan lejos, no me había dejado por completo. No se había vuelto completamente inalcanzable.
Cada mirada, cada gesto de Penélope me llenaba de anticipación, pero también de un miedo sutil a que de que esos sentimientos no fueran del todo correspondidos. Tal vez ella estaba mejor sin mí. O tal vez yo no importaba tanto como para replantearse hacia dónde podía llegar lo nuestro.
No quería arruinar todo, no quería decir algo estúpido, no quería retroceder pasos después de haber llegado tan lejos, así que no dije nada.
“¿Te acordás de cuando teníamos doce años?” Preguntó finalmente.
La verdad es que habían pasado muchas cosas ese año, pero enseguida supe a lo que se refería.
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Cuando teníamos doce, raras veces las madres nos dejaban tener pijamadas. Yo ya estaba en la época en la cual me despertaba con una erección en la mañana sólo porque la cama se sentía bien debajo de mi cuerpo. Tenía que esconder mis pequeñas sorpresas que aparecían de tanto en tanto cuando jugaba con ella, cuando mis manos se quedaban encima de su cuerpo un par de segundos más de lo debido, cuando ella me acariciaba la cabeza, cuando me abrazaba con fuerza, cuando me empujaba porque estaba enojada conmigo y simplemente cuando me denigraba con sus palabras porque hacía algo asqueroso como meterme el dedo en la nariz.
Penélope había sido mi primera fantasía sexual, no entendía bien de qué se trataba todo, mis padres habían tenido una vaga charla conmigo sobre abejas y flores. Pero nada que pudiera materializar en algo real. Sólo sabía que podía tocarme cuando tenía una erección y pensar en Penélope se sentía bien cuando lo hacía. Tuve incontables orgasmos de esa manera. No me interesaba ver las mujeres desnudas de las revistas que mi papá tenía escondidas en el fondo del pequeño revistero del baño. Todo me parecía grotesco, artificial, esas mujeres me duplicaban la edad y ese hecho me intimidaba. Parecían amazonas imposibles de conquistar en mi mente. Pero Penélope era la medida justa para mí, tenía mi altura, su cuerpo se pegaba al mío de la manera perfecta y ambos podíamos hablar en un idioma que nadie más entendía.
Aunque no podíamos dormir juntos porque estaba prohibido, Penélope había encontrado la manera de rememorar esos momentos. En la casa del árbol ella había llevado una de las mantas del sillón que la madre ya no usaba y pasábamos el tiempo debajo de ella con una linterna, aunque hiciera calor, aunque nos sofocáramos a veces.
No pasó mucho hasta que Penélope empezó a notar los cambios en mi cuerpo, especialmente los bultos que se formaban en mi pantalón. Me avergonzaban y me imposibilitaban seguir jugando. “¿Qué es eso, Max?” Me preguntó. Lleno de vergüenza no pude responderle la primera vez pero ella siguió insistiendo.
Llegó una tarde en la cual estábamos debajo de la manta en la casa del árbol, ambos en posición india. Ella había besado mi mejilla y yo quería salir corriendo para esconderme y tal vez pegarle a mi verga por siempre arruinar esos momentos, pero Penélope no me lo permitió. Me tomó de ambas manos con fuerza. “Quiero ver.” Me susurró.
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romance tragico, misterio psicológico, narrativa de amor obsesivo
Editado: 23.08.2024