ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.
CAPÍTULO 1.
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Desde algún lugar de Colombia.
Actualidad.
Mi nombre es Analía Lizarraga, pero todos me dicen Ana. Mido 1,65, tengo ojos color miel, cabello castaño claro, piel blanca. La mayor de 2 hermanos. Pero volvamos muchos años atrás, para ser exactos cuando tenía 16.
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Tenía 16 años recién cumplidos y cursaba octavo y noveno. Se le conocía como sabatino porque se hacían dos años en uno, de esa manera se validaba el bachillerato. Estudiaba los sábados porque no podía estudiar una jornada normal ya que vivíamos muy lejos; dos horas caminando hasta el pueblito más cercano. Me alojaba en casa de una señora que me abrió las puertas de su casa, gracias a ella pude terminar mis estudios.
Mis padres tenían una pequeña finca en compañía con mis tíos; dos hermanos casados con dos hermanas. Ellos eran muy unidos, al igual que lo era yo con mis primos. Saúl que tenía mi edad y su hermana menor Juliana. En realidad su nombre era Julia solo que a ella no le gustaba ese nombre, así que ella pidió que todos la llamaran Juliana. Ella era un poco más delgada que yo, tenía el cabello negro a la altura de los hombros, ojos marrón oscuros, tenía 13 años. Ella no solo era mi prima, éramos como hermanas, mejores amigas, éramos una familia muy unida. Mi casa estaba a dos minutos de la de ellos.
En la semana trabajaba con mis padres en las labores del campo. Ellos decían que la vida no era fácil y había que aprender a ser berraca. Yo no nací en cuna de oro, me tocaba trabajar para poder ayudarme con mis estudios. Tenía que recolectar café, secarlo y recogerlo. Además tenía que sembrar hortalizas y cuidar animales. No tenía amigos, pues siempre me la pasaba con mis primos. Juliana no quiso seguir estudiando y Saúl estudiaba en otro colegio porque allá tenía sus amigos y su novia.
Éramos de una familia tradicional, no se salía sin permiso, no se podía tener amigos y mucho menos novio a menos de que tuviera la edad estipulada por nuestros padres. La mía era después de los 15. Las mujeres de la familia tenían que llegar puras y castas al matrimonio, según mi madre uno se casaba una sola vez en la vida. Si alguien me pretendía primero tenía que hablar con mis padres para pedir permiso. Casi no teníamos acceso a la tecnología, no manejábamos redes sociales. Existían los celulares que se conocían como flechas; de teclas. Yo tuve el primero cuando cumplí 16 porque fue un regalo de un tío. Era un Nokia 1100. Estaba feliz, para mí era algo muy novedoso.
Mis compañeras tenían sus novios, salían a fiestas, pero a mí no me llamaban la atención esas cosas. Era muy obediente con las reglas de mis padres. Tenía admiradores, pero ninguno llamaba mi atención, según papá ninguno era digno de mí.
En ese tiempo se buscaban amigos por la emisora, uno enviaba su número y decía que quería conocer amigos de esa manera empezaban a llegar mensajes de esas personas que se interesaban. Recuerdo que ese día estábamos escuchando la emisora como siempre lo hacíamos mientras desempeñamos nuestras labores en el campo. Un chico envió su número, decía que buscaba amigas de 16 hasta 18, además era de un pueblo cercano al mío. Por curiosidad lo apunté y luego le marqué para dejarlo sonar dos veces, a eso le decíamos "timbrar", solo lo hice como un juego.
Con casualidades tan pequeñas inician grandes cosas.
Minutos después me llegó un mensaje de texto de ese número.
Hola, mi nombre es Mauricio, pero me dicen Mauro. Tengo 16 años, ¿y tú?
Casi se me sale el corazón de los nervios, dude en responder, pensé en mis padres. ¿Cómo iba a explicar eso? Pero pensé; no pasa nada, solo es un juego.
Mi nombre es Analía, pero todos me dicen Ana, también tengo 16 años.
Le di enviar. Era emocionante, pues no tenías idea de cómo era la persona tras esos mensajes. Seguimos intercambiando mensajes, preguntó dónde vivía, qué grado cursaba, qué música me gustaba y cosas así. Teníamos muchas cosas en común, me preguntó si tenía novio, me dijo que él también estaba soltero. Me contó que estaba buscando amigas, incluso me preguntó si podíamos seguir hablando y yo le dije que sí.
Mis nervios aumentaron, ¿cómo iba a decirle a mis padres que hablaba con un extraño por mensajes de texto? Así que se me ocurrió decir una mentira piadosa, que era un compañero del colegio.
Seguimos compartiendo mensajes. Luego nos describimos físicamente, él me dijo que era alto tenía el cabello negro, ojos cafés oscuros, piel blanca. Era emocionante imaginar cómo era, uno se imaginaba una cantidad de cosas. Pensé; ¿y si es un viejo? O no es como se describe. Luego de intercambiar mensajes me preguntó si podía llamarme, el corazón se me subió a la garganta, una cosa era hablar por unos mensajes de texto, otra hablar por llamada. “Me quedé sin saldo, luego hablamos” fue el último mensaje que envié.
Seguí con mis deberes. Luego de una hora sonó mi celular, era un número desconocido.
—Hola —respondí.
—Hola. Que voz tan linda —escuché al otro lado de la línea.
—¿Lo conozco? —Pregunté confundida.
—Espero que pronto podamos conocernos.
Un pequeño temblor me recorrió el cuerpo.
—¿Mauro? —Susurré.
—Sí —escuché una risita.
Su voz era muy bonita, intenté controlar mi respiración. Empezamos a platicar. Me contó que él también estudiaba los fines de semana porque en semana trabajaba en un trapiche: lugar donde se produce la panela. Los trapiches son pequeñas fábricas que se dedican a la elaboración artesanal de panela. Vivía con su madre, cuatro hermanos pequeños y su padrastro.
Conectábamos en muchos aspectos; gustos musicales, colores favoritos. Me dijo que podíamos ser amigos y más adelante si las cosas salían bien buscaríamos la oportunidad de conocernos en persona.