Me EnamorÉ De Un Amor Que No Era MÍo.

Capítulo 19

ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.

Capítulo 19.

Su temperatura comenzó a descender alarmantemente. Primero pensé que era por la lluvia, pero no. No era normal, estaba demasiado fría. El miedo se apoderó de mí. Así que pensé:

Tengo que sacarla de aquí.

No quiero que se enferme.

No quiero que esto empeore.

La tomé en brazos con cuidado, pero ella se aferró a mi cuello con una fuerza que no esperaba. Hundió su rostro en mi piel, buscando refugio en medio del dolor. Mi garganta se cerró. Jamás la había visto así. Y eso me dolía más de lo que podía admitir. No podía llevarla a casa de la señora María, no en este estado.

Así que decidí llevarla a casa de la tía de mi papá. Ella estaba en la ciudad y me había pedido que cuidara la casa en su ausencia.

Era lo mejor, era lo único que podía hacer por Ana en ese momento. A cada paso, seguí hablándole, aunque sabía que no obtendría respuesta.

—Muñequita… ¿qué te hicieron? —susurré.

Por primera vez, su voz rompió el silencio.

Un pequeño hilo de voz, tan débil que casi no lo escuché.

—Tenías tanta razón… el amor no existe.

Después, solo silencio. Como si tratara de reprimir los sollozos y eso fue peor.

Porque si lloraba, al menos sabía que estaba dejando salir el dolor.

Pero quedarse callada…

Eso significaba que el daño era profundo. Cuando llegamos, cerré la puerta tras de mí y la llevé directo al sofá. Apenas la solté, se abrazó a sí misma. Dobló las rodillas contra su pecho y se quedó mirando al vacío.

No se movía.

No hablaba.

Lo único que probaba que seguía allí eran sus lágrimas.

Esas malditas lágrimas que no dejaban de caer. Me agaché frente a ella tratando de llamar su atención.

—Ana, tienes que cambiarte. Estás empapada.

Nada.

Ni siquiera pestañeó.

Una frustración intensa me recorrió el cuerpo. Ana era tan pura, tan buena, que ni siquiera me atreví a quitarle la ropa mojada. No quería hacerle daño de ninguna manera. No quería ensuciar su dolor con algo que no correspondía.

Así que hice lo único que podía hacer: buscar ayuda. Tomé el teléfono y llamé a Clara. Ella estaba en casa de su abuela, pero cuando le expliqué la situación, no dudó. Me dijo que buscaría la manera de salir.

Cinco minutos después, estaba en la puerta. Su expresión cambió en cuanto la vio. Se acercó a Ana, le habló, intentó hacerla reaccionar. Nada.

Busqué algo de ropa: un conjunto deportivo mío. Le quedaría grande, pero al menos estaba seco. Clara y yo la llevamos a una de las habitaciones.

Ella se encargó de ayudarla a cambiarse mientras yo esperaba afuera. Cuando salieron, cubrimos a Ana con varias mantas.

Estaba fría.

Temblaba.

—Dejó de llorar… pero tiene la mirada perdida —murmuré.

Clara suspiró.

—Está en shock. ¿Tu tía no tendrá aromáticas? Tal vez una le ayude.

La miré, confundido.

—¿Aro qué?

Clara rodó los ojos.

—Dios… ¿dónde está la cocina?

Le indiqué el camino, minutos después volvió con una taza caliente.

Se la acercó a los labios, ayudándola a beber poco a poco. Ana parecía una marioneta sin voluntad propia. Verla así me hizo un nudo en el estómago.

No podía soportarlo.

—¿Crees que debamos llevarla al hospital? —pregunté, preocupado.

Clara negó.

—No. Es normal que se sienta así. Si Mauro le hizo algo, imagina lo que está sintiendo. Ella de verdad lo ama mucho.

Y ahí estaba la verdad.

Dolorosa, cruel, desgarradora.

Ana lo amaba.

Y él la había destrozado.

Clara y yo decidimos que lo mejor era que se quedara. Yo me encargaría de cuidarla. Saqué su teléfono y le envié un mensaje a su madre:

"Mamá, tendré que amanecer en casa de María. Desde la tarde no ha parado de llover."

Clara tuvo que irse poco después.

Su abuela la había mandado por un encargo, esa fue la excusa perfecta. Yo la cuidaría, no podía dejarla sola. No después de eso.

Me senté a su lado en la cama, sin saber exactamente qué hacer. Solo quería consolarla de alguna manera.

Así que dejé que mis dedos se hundieran en su cabello húmedo y enredado, deslizándolos con suavidad, con paciencia. Quería que sintiera que no estaba sola. Ana no dijo nada, pero tomó mi mano con fuerza.

No me soltó. Se aferró a mí como si su vida dependiera de ello. Poco a poco, su respiración se hizo más lenta, hasta que el agotamiento la venció y se quedó dormida. Pero su cuerpo seguía reaccionando. Pequeños espasmos recorrían sus brazos, sus piernas, como si su mente se negara a darle descanso. Intenté soltarme, moverme con cuidado para no despertarla.

No pude.

Ana no me dejó ir.

Suspiré y sonreí con incredulidad.

No podía creerlo.

Yo, en la misma cama con una chica… sin hacer nada.

¿Desde cuándo me pasaba esto?

¿Por qué me afectaba tanto verla así?

¿Por qué me dolía verla rota?

Tal vez era por la amistad que teníamos.

Sí.

Eso debía ser.

No había otra explicación.

Miré el reloj: once de la noche.

Mi estómago rugió, recordándome que no había comido nada. Con mucho cuidado, logré soltarme y me levanté de la cama. Fui a la cocina en busca de algo para comer. Nada complicado, solo algo que calmara el hambre. Saqué los ingredientes y empecé a preparar algo sencillo. Entonces, escuché unos pasos.

Giré la cabeza y la vi entrar.

Ana.

Su cabello parecía un nido de ratones, sus ojos estaban tan hinchados que apenas se le veían, aun así… seguía siendo hermosa. Con mi ropa puesta, con ese aire vulnerable y cansado, tenía algo que me hacía mirarla más de la cuenta. Arrastró una silla y se sentó en silencio. Me acerqué y pregunté:

—Ana, ¿cómo te sientes?

Se pasó las manos por el pecho, como si tratara de calmar algo dentro de sí.

Su voz salió ronca, casi un susurro.

—Me van a matar en casa…

No pude evitarlo. Apoyé mi mano sobre la suya y la acaricié con el pulgar.




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