Me EnamorÉ De Un Amor Que No Era MÍo.

Capítulo 21

ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.

Capítulo 21.

Al llegar a casa lo primero que preguntaron mis padres fue por qué Mauro no subió conmigo. Les dije que como ya nos habíamos visto el día anterior, no le daba para subir. Al parecer me creyeron. Me fui a mi habitación. No pude contener mis lágrimas, todo en esa casa me lo recordaba a él. Me acosté y cerré los ojos porque lo único que quería era que nada fuera real.

Miré mi mano y tenía la pulsera. Me la quité, quise tirarla a la basura como todo lo que sentía por él, pero no pude. La guardé en un cofre, tal vez no estaba lista para sacarlo de mi vida. Todo pasó muy rápido, me costaba asimilarlo. Me hice tantas preguntas.

¿Cómo podía traicionarme de esa manera si supuestamente era mi hermana?

¿Cómo pudo fallar, si según él me amaba tanto?

¿Cómo se acabó todo de un momento a otro? Si él me prometió el cielo.

¿Dónde habían quedado esas promesas de amor? Todas se las llevó el viento.

Trataba de disimular de la mejor manera, pero ¿cómo ocultar un corazón roto? ¿Cómo fingir que todo estaba bien cuando por dentro solo quedaban escombros? Era como intentar volar sin alas, ¿cómo sostener un mundo que se derrumbaba a mis pies sin poder hacer nada para detenerlo?

No quise almorzar ni cenar. Dije que me sentía mal, que estaba resfriada, al menos me creyeron. Me quedé encerrada en mi cuarto, abrazando mi dolor en silencio. Decían que de amor nadie se moría, pero entonces, ¿qué era eso que sentía? Un vacío tan profundo que parecía devorarme por dentro, un sufrimiento que no se aliviaba con nada. Ni siquiera llorar me consolaba; al contrario, cada lágrima hacía que doliera más.

Sebastián y Clara estuvieron pendientes de mí, llamándome a cada momento, delante de ellos no tenía que fingir. Sabían que estaba destrozada, aunque ninguno dijo nada.

Llegó un punto en el que me perdí dentro del dolor, sin saber cómo salir. Me quedé inmóvil, dejando que las horas pasaran, esperando que el tiempo hiciera su trabajo, porque todos decían que solo él podía curarlo todo. Ojalá hubiera sido cierto. Pero en ese momento, sentí que me estaba muriendo lentamente, aunque el sol brillaba afuera, para mí todo era oscuridad.

El amor había sido hermoso hasta que se convirtió en una daga clavada en el pecho. Cuando llegaron las desilusiones, todo se volvió gris. Me encerré en el sufrimiento y no encontré la salida. Estaba en un punto de mi vida en el que no sabía qué camino tomar ni cómo levantarme de ese golpe que me dejó sin fuerzas.

¿Cómo se lo diría a mis padres? ¿Qué razón daría para nuestra ruptura cuando todo entre nosotros parecía perfecto? No podía contar la verdad, sería peor. No lo hacía por Juliana, lo hacía por él. Porque a pesar de todo, lo amaba con el alma. Si se descubría, mi tío lo mataría a golpes, no quería eso para él. Así que lo mejor sería callar e inventar otra razón, una que lo dejara libre de culpa.

Seguramente muchos pensarían que era estúpida, que debía odiarlo. Me juzgarían. Pero, ¿qué podía hacer si mi corazón seguía siendo suyo? Me sentía atrapada en un callejón sin salida.

Esa noche fue otra de tantas en las que el insomnio y el llanto me consumieron. Lloré hasta quedarme sin aliento, hasta que mi cuerpo no pudo más. La fiebre me abrazó como una consecuencia inevitable de tantas lágrimas, de tanto frío acumulado en el alma.

Al día siguiente, me sentí terrible. Cada parte de mi cuerpo dolía, pero nada comparado con el dolor en mi pecho. No tuve fuerzas para levantarme. Al notar mi ausencia en el desayuno, mamá fue a buscarme, preocupada.

—Ana, ¿cómo sigues?

—Fatal, me calló el virus durísimo mamá —argumenté.

—Tienes los ojos hinchados, ¿lloraste verdad?

Cerré los ojos, evitando su mirada y murmuré.

—Pasé muy mala noche.

Sentí su mirada incrédula sobre mí.

—¿Segura que es solo eso, o tienes problemas con tu novio?

Aspiré muy despacio. Es que cada que me lo mencionaban era como si esa herida se presionara de nuevo.

—Segura mamá…me dió fiebre, me duelen los huesos.

—Te prepararé un té y un baño de hierbas, verás que te sentirás mejor.

Así lo hizo. Ojalá ese baño pudiera lavar también lo que sentía por dentro, arrancar de raíz el dolor que me consumía. Pasé tres días en cama, sin probar bocado, sin fuerzas para nada, dejando que el tiempo se llevara lo que yo no podía soltar. Pero llegó un momento en el que comprendí que por más difícil que fuera, debía seguir adelante. Tenía que levantarme y aprender a volar de nuevo, aunque mis alas estuvieran rotas. No podía quedarme allí, dejándome morir. Como decían, todo pasaba, y eso no sería la excepción.

Había perdido peso. Si antes ya era delgada, ahora parecía estar en los huesos. El viernes, con un esfuerzo sobrenatural, organicé mis cosas y me fui a casa de María, lista para retomar las clases el sábado.

Al verme, su expresión cambió. Sus ojos reflejaron sorpresa y preocupación. Sabía que me veía mal: pálida, con ojeras profundas, una tristeza que no podía ocultar. Con ella no tenía que fingir. Sin pensarlo, me lancé a sus brazos y rompí en llanto.

—¡Mi niña! Me duele verte así. Todos en la vida tenemos que pasar por una desilusión amorosa, pero tú mi muñeca no lo merecías.

Con un profundo nudo en la garganta respondí.

—Dime cómo hago para no sentir esto que me oprime el pecho y es más fuerte que yo.

—Mi niña el tiempo todo lo cura, esa herida está muy reciente, déjala que sane.

—Si pudiera arrancarme el corazón lo haría, o por lo menos borrar mis recuerdos.

—No mi niña, deja las cosas buenas en tu corazón como lindos momentos.

—Siento que me ahogo, es como si me quemara algo aquí en el pecho.

—Estás dolida mi niña. Tú lo que tienes que hacer es dejar salir ese dolor.

—¿Cómo? —cuestioné.

—Hablando con él, será la única manera en que te liberarás. Deja que hable y te cuente su versión.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.