Me EnamorÉ De Un Amor Que No Era MÍo.

Capítulo 23

ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.

Capítulo 23.

Quería salir corriendo, me estaba asfixiando con mi propio aire.

—¿Estás mejor? —inquirió Sebastian.

—Quiero irme a casa de María, llévame —susurré.

Me limpié las lágrimas con el dorso de la mano.

—Sé que no es fácil volver a verlo después de todo, pero tarde o temprano lo tendrás que enfrentar. ¿Cómo huirás de él, si al parecer ahora estudiará con nosotros? ¿Cómo lo evitarás?

Él tenía razón, ¿cómo podía evitarlo?

—Eso no lo sé, en verdad pensé que no sería tan difícil verlo, creí que la herida estaba más sana, pero no. Sigue igual y duele mucho.

—Créeme que te entiendo mejor que nadie, pero no puedes evitar lo inevitable hermosa.

Él tenía razón. No podía seguir evadiéndolo. Tenía que enfrentar las cosas, cerrar ese maldito ciclo que me estaba consumiendo.

Permanecí en silencio, tratando de calmarme. Sebastián, siempre atento, me llevó una aromática. El calor de la taza entre mis manos me reconfortó un poco, ayudándome a recuperar la compostura. Decidí regresar a clases cuando sentí que podía respirar sin que me doliera el pecho.

—¿Cómo sigues, Ana? —preguntó el profesor en cuanto crucé la puerta.

—Mejor. Ya tomé algo para el dolor —respondí con voz firme, aunque por dentro seguía hecha un desastre.

—Me alegro. Como les decía a los nuevos, deben ponerse al día con lo que llevamos hasta ahora. Ana, préstale tus notas a Mauro para que pueda ponerse al corriente.

El mundo se detuvo por segunda vez en el día.

—¡¿Qué, yo?! —exclamé antes de poder detenerme.

—Profesor, si quiere, yo lo hago —intervino Carlos, notando mi evidente incomodidad.

—Le pedí a Ana que lo hiciera. Es la más organizada del salón. ¿Tiene algún problema con la orden que di, señorita? —Su tono severo me dejó claro que no aceptaría objeciones.

¿Por qué yo? ¿Por qué el destino se empeñaba en ponerlo en mi camino una y otra vez?

—Ninguno, profesor —murmuré con resignación.

Mauro estaba sentado dos puestos a mi izquierda. El profesor le indicó que me buscara en el descanso para que le prestara mis cuadernos y lo pusiera al tanto de las clases. Yo solo quería evitarlo, pero parecía que el universo tenía otros planes.

Como si eso no fuera suficiente, el profesor nos asignó un taller en parejas. Solo que esa vez, nosotros no elegimos con quién trabajar. Lo hizo él.

Y, por supuesto, ¿adivinen con quién me tocó?

—¡¿Qué?! ¿Por qué con él? ¿Puedo cambiar de pareja? —Solté sin pensar, mi desesperación era evidente.

El profesor frunció el ceño. Su mirada me atravesó como un rayo.

—¿Tienes algún problema con mis órdenes, Ana? Si no te gustan, te pongo tu calificación de una vez.

Tragué saliva.

—Disculpe, profesor… me parece bien —mentí, forzando una sonrisa que no sentía.

Las mesas se acomodaron en parejas. Sentía el corazón a punto de salirse de mi pecho, las piernas me temblaban y la verdad se hacía más clara que nunca: mi amor por él seguía intacto.

Respiré hondo, tratando de controlarme. Abrí mi cuaderno, pero entonces lo sentí, su mano sobre la mía. Un contacto tan breve y tan devastador al mismo tiempo. Lo aparté al instante, como si su piel me quemara. Él susurró.

—¿Tanto me odias que ni siquiera soportas tenerme cerca?

—Empecemos con los ejercicios —dije sin mirarlo.

No podía. No tenía fuerzas para sostener su mirada.

—Responde. ¿Me odias tanto que ni siquiera eres capaz de mirarme a los ojos?

Hice un esfuerzo sobrehumano para no derrumbarme. Tragué grueso. Con temor y resignación, levanté la mirada.

Ahí estaban.

Sus ojos, mi perdición. Esa mirada que antes me hacía sentir segura en ese momento solo me rompía más. Estaban llenos de tristeza, de un dolor profundo, igual o quizá más grande que el mío.

Y lo peor de todo… no podían mentirme.

Sus ojos eran el reflejo de su alma, en ellos vi el mismo sufrimiento que me ahogaba a mí.

—Es mejor que empecemos. El profesor nos va a regañar —murmuré, volviendo la vista a mi cuaderno.

—Mi muñeca, tenemos que hablar.

Una lágrima se escapó de mis ojos antes de que pudiera detenerla.

—No soy tu muñeca. Me llamo Ana. Estudiemos.

Él suspiró, frustrado.

—Mi error más grande fue no hablar primero contigo, contarte lo que estaba pasando. Pero me llené de miedo. Si te hice daño, no fue sin quererte, sino sin querer…

Sus palabras se clavaron en mi pecho como espinas.

—El maldito problema fue que no confiaste en mí —solté con rabia—. Te lo dije tantas veces… Si un día dejas de amarme o me fallas, quería escucharlo de tu boca. Pero no lo hiciste.

La impotencia me carcomía, así que golpeé la mesa con fuerza. Varios compañeros se giraron a mirarnos.

—¿Ana, pasa algo? —cuestionó el profesor.

—Nada, profesor. Solo que no nos ponemos de acuerdo en un resultado —respondió Mauro antes de que pudiera decir algo.

El profesor pareció aceptar la excusa y siguió con la clase.

Intenté concentrarme en el taller, pero cada vez que nuestras manos se rozaban por accidente, un escalofrío recorría mi piel. Me odiaba a mí misma por seguir sintiendo eso por él. Mientras yo no entendía nada, él parecía dominar la materia con facilidad. Me explicaba una y otra vez, con paciencia y cuando veía que me desesperaba, tomaba mi mano en un intento de calmarme.

Lo lograba.

Y me odiaba más por ello.

Cada tanto, nuestras miradas se encontraban. No pronunciábamos palabra, pero los ojos hablaban por sí solos. Terminamos el trabajo. Al parecer, nos había ido bien. Cuando el profesor nos dio permiso de salir al descanso, lo primero que hice fue correr al baño.

Solté el aire que llevaba acumulado desde que entré por esa puerta… acompañado de dos grandes lágrimas que resbalaron por mis mejillas.

—Ana, ¿estás bien? —inquirió Clara desde el otro lado de la puerta.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.