ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.
Capítulo 24
Narrador omnisciente.
A veces, el amor no es suficiente.
Por más fuerte, profundo y sincero que sea, hay heridas que no pueden sanarse.
Ana lo sabía.
Lo amaba con cada parte de su ser, pero su dignidad estaba por encima de cualquier sentimiento.
Desde niña le enseñaron que los valores eran inquebrantables, que su carácter debía ser firme aunque eso significara quedarse sola. Y ella lo entendió. Lo aceptó. Lo hizo parte de sí misma.
Dicen que todos merecen una segunda oportunidad, pero ella tenía claro que la traición no se perdona.
“Nadie traiciona a quien ama de verdad” había dicho una vez, con la seguridad de quien sabe lo que quiere.
Una infidelidad no es un simple error; es una decisión consciente. Desde el primer momento en que alguien te coquetea y eliges no poner límites, ya estás tomando un camino. La traición no ocurre en un instante, sino en cada pequeña elección que permite que avance. Una mujer no entra donde no la dejan. Así de simple.
Él, de rodillas frente a ella, con lágrimas en los ojos, lo entendió demasiado tarde.
Sabía que la había perdido, pero también sabía que nunca volvería a amar a alguien como la amaba a ella.
Sufrían.
Ambos lloraban el mismo dolor, el mismo amor que se les escapaba entre los dedos. El futuro que soñaron juntos se desvanecía frente a sus ojos, como un castillo de arena arrastrado por la marea. No había salida. No había marcha atrás. Y sin embargo, aunque en el momento todo parecía oscuridad, aunque el sufrimiento los asfixiara, sabían que eso también pasaría.
Aún eran jóvenes.
Aún tenían una vida por delante.
Y aunque el dolor los acompañara por un tiempo, algún día mirarían atrás y entenderían que fue una experiencia, una historia que vivieron con intensidad, con amor, con entrega. Los momentos que compartieron siempre serían suyos, intactos en la memoria.
Pero la vida no está hecha para llenarla de planes inquebrantables. No es el futuro al que se debe aferrar con desesperación. Es el presente.
Porque los planes pueden romperse en un segundo, pero los momentos vividos… esos nadie puede arrebatártelos.
Por eso, cuando Ana se puso de pie y dio un paso atrás, no lo hizo con rencor.
No lo hizo con odio.
Lo hizo con la seguridad de que, aunque su amor fue real, soltar era la única opción antes de destruirse en el proceso.
Antes de seguir hiriéndose.
Antes de que el amor terminara convertido en una herida imposible de cerrar. Y así, sin más, Ana se alejó.
Sin mirar atrás. Sin arrepentimientos.
Porque hay historias que terminan, no por falta de amor, sino porque a veces, el amor por uno mismo debe ser más fuerte que el amor por otra persona.
Con cada paso que Ana daba, el peso en su pecho se hacía más insoportable, pero no se detuvo. Sabía que si volteaba, si se permitía dudar por un segundo, su seguridad se haría añicos.
Él no la llamó. No la detuvo. Sabía que no tenía derecho a hacerlo.
A veces, el amor no basta. No cuando la confianza se rompe y el dolor se impone sobre los recuerdos felices. No cuando quedarse significa perderse a uno mismo.
Ella no era de las que se quedaban esperando que alguien cambiara. No era de las que negociaban con su dignidad.
Y aunque su corazón dolía como si lo estuvieran arrancando de su pecho, se prometió que un día, cuando el tiempo suavizara la herida, sonreiría al recordar lo que tuvieron.
Porque el amor real no se borra. Se transforma.
Él se quedó ahí, viendo cómo se alejaba. Sintió el impulso de correr tras ella, de pedirle una última oportunidad, pero ¿para qué?
Ana no merecía una historia a medias. No merecía la sombra que tendría encima hasta el fin de sus días.
Se secó las lágrimas, respiró hondo y entendió que, a veces, el mayor acto de amor es dejar ir.
Y así, sin más, ambos siguieron sus caminos.
Tal vez, en otra vida, en otro tiempo, en otro universo, las cosas hubieran sido diferentes.
Pero en ese… su historia terminaba ahí.
No con un "para siempre".
Sino con un "gracias por lo que fuimos".
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Narra Mauro
Con lágrimas me besó. Un beso dulce y amargo, porque sabía que era la despedida. Lo dijo con claridad: la última vez que la sentiría mía. La forma de cerrar nuestro ciclo. Luego, sin titubear, me dio la espalda y caminó sin mirar atrás.
Y yo me quedé ahí, paralizado, con el alma rota al igual que ella. Pero a diferencia de Ana, yo no tenía su fortaleza. Sabía que no habría vuelta atrás, que no existía la más mínima esperanza. La conocía demasiado bien. Cuando tomaba una decisión, nada ni nadie la hacía cambiar de opinión. Lo dijo tantas veces: una infidelidad no se perdona.
Sea cuál sea el contexto, no dejaba de ser “infidelidad”. Quizás ella tenía razón, no había cómo justificarme. La había perdido para siempre.
Era un estúpido. Perdí a la única mujer que había amado, a la dueña de mi vida. ¿Para qué seguir luchando por algo que ya estaba muerto? Ojalá algún día llegue a perdonarme por el daño que le causé. Pero aunque lo haga, sé que nunca volverá.
El dolor en mi pecho era insoportable. Quería arrancarme el corazón, sacarlo de mi cuerpo para no sentir más. Pero no podía. La culpa y el remordimiento eran una carga que me aplastaba, sofocándome. Rompí todas mis promesas. La lastimé de la peor manera posible.
Y lo único que supe hacer fue correr hacia el maldito alcohol.
El mismo que me puso en esa situación. El mismo que arruinó todo. Esa vez, no quería beber para olvidar. Quería beber hasta destruirme. Hasta desaparecer.
Pedí una botella de ron y una de aguardiente. Serví una copa tras otra, tomándolas como agua, pero el ardor en la garganta no era nada comparado con el que sentía en el alma. Las lágrimas caían sin control, pero no aliviaban el dolor. Al contrario, cada trago solo lo hacía más profundo.