ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍ
Capítulo 25.
Me recargué en la pared. Nada podía aliviar lo que sentía en ese momento. La incertidumbre me carcomía por dentro, cada latido en mi pecho era un golpe de angustia. Carlos me abrazó con fuerza, como si él mismo necesitara aferrarse a algo. Un par de lágrimas se le escapaban, silenciosas.
—Él es fuerte —dijo con voz ronca—. Saldrá de esta, ya lo verás.
Asentí. Quería creerle, pero el miedo era demasiado grande.
Carlos me tomó del brazo con suavidad.
—Ven, vamos a la cafetería. Necesitas tomar algo.
No tenía hambre ni sed, pero lo seguí. Nos sentamos en una mesa junto a la ventana. Tomé la taza de café entre mis manos, dejando que el calor me entumeciera los dedos. Carlos me observaba en silencio, esperando que hablara, pero lo que salió de mi boca fue un pensamiento crudo, impulsivo.
—¿Por qué ustedes los hombres son tan estúpidos?
Carlos arqueó una ceja, sorprendido.
—Vaya… eso fue un golpe bajo.
Lo miré con frustración.
—Dímelo tú. ¿Por qué, cuando tienen un problema, corren a embriagarse como si eso lo solucionara? ¿De qué les sirve?
Carlos suspiró, apoyando los codos en la mesa.
—No lo soluciona, muñeca, en eso tienes razón. Pero el alcohol te hace olvidar todo lo que sientes… aunque sea solo por un momento.
—¿Y después qué? — espeté—. El dolor y la culpa regresan, ¿no? Es peor.
Apreté la taza entre mis manos. Sentía una mezcla de tristeza, rabia e impotencia. Unas lágrimas escaparon de mis ojos sin permiso.
—¿Por qué el amor es tan complicado? —murmuró—. ¿O son ustedes los que lo complican? No entiendo… si se aman, ¿por qué no pueden estar juntos?
Carlos se quedó callado por unos segundos.
—Tal vez… no es el amor lo complicado, sino las personas —dije con voz baja—. Lo amo, pero Mauro cometió una falta muy grave.
—Estaba borracho, no sabía ni lo que hacía —replicó Carlos, molesto—. Tu prima solo se aprovechó de eso. Es una zorra. Me da tanta rabia que esa mocosa haya causado todo esto.
Mordí mi labio inferior con fuerza. Me contó lo que pasó esa noche.
Carlos apretó los puños sobre la mesa.
—Dicen que de amor nadie se muere… —soltó con amargura—. Pero él está en un hospital por ti, y tú te estás muriendo lentamente por él. Es ilógico. Si todavía se aman, ¿por qué no intentarlo de nuevo?
Su pregunta me atravesó como un dardo. Bajé la mirada, revolviendo el café sin propósito.
—Carlos… es tan difícil. Mira lo que pasó. Tuvimos un disgusto ¿y qué hizo él? Corrió a embriagarse como si el licor fuera la solución. Sí, Juliana lo acosó, pero él le abrió la puerta. Si sabía que ella lo perseguía, si sabía que tenía intenciones con él, ¿por qué no se alejó? ¿Por qué no midió las consecuencias?
Carlos no respondió. Sus ojos se clavaron en los míos, como si intentara comprenderme.
—Dime, ¿quién me garantiza que, si tenemos otro problema, por insignificante que sea, no volverá a hacer lo mismo? Que no tomará hasta perder la noción. Que no aparecerá otra Juliana y la historia se repetirá.
Mi voz se quebró. Me pasé las manos por el rostro, tratando de contener el llanto.
—La culpa es de ambos. Jamás en la vida puedes permitir que el amor te ciegue hasta el punto de no darte cuenta de que no eres querida, respetada y valorada. No se pueden tolerar humillaciones ni mentiras. Amar está bien… pero amarse a uno mismo es más importante.
Carlos cerró los ojos y asintió en silencio.
—Si él sabía que ella tenía otras intenciones, si sabía lo que el alcohol le hacía, ¿por qué no se fue cuando la vio llegar? Era consciente de lo que podía pasar y se quedó. Él dejó que ella entrara donde no debía.
Me dolía decirlo, pero era la verdad.
Carlos soltó un suspiro largo, resignado.
—Me dejas sin palabras… —murmuró—. Tienes toda la razón.
El silencio se hizo pesado entre nosotros. Carlos bajó la mirada y con voz apagada, dijo.
—Eso quiere decir que todo acabó.
Tragué en seco.
—Sí… —susurré.
Y, aunque lo había dicho en voz baja, sonó como un grito dentro de mí.
—Sí, Carlos. Entre nosotros se rompió algo muy importante: la confianza. Cuando le fallas a alguien por primera vez, nada puede ser igual nunca.
Carlos bajó la mirada.
—Que triste…
—Mira la situación en la que está ahora —continué con amargura—. Todo por beber como loco. Dice que no quiere ser como su padrastro, pero va directo al mismo destino.
Carlos se tensó y negó con la cabeza.
—Ni lo digas… donde te escuche, se muere.
—Es la verdad —repliqué con firmeza—. No sabe medir sus límites y mira lo que pasó. Si le pasa algo… —mi voz se quebró—. Yo me muero.
Carlos pasó una mano por su rostro, como si intentara sacudirse la impotencia. No había más qué decir.
Tomamos un taxi. En el trayecto, hablamos de todo y de nada, como si las palabras pudieran amortiguar el dolor. Carlos me acompañó hasta la casa de María.
Esa noche fue eterna.
Me acosté en la cama, pero el sueño nunca llegó. Solo miraba el celular, atenta, esperando esa llamada que me dijera que él estaba bien.
La señora Elizabeth me avisó cuando llegaron al hospital. Me dijo que me mantendría al tanto de todo.
Al día siguiente, madrugué para regresar a casa.
Esa vez no pude disimular mi angustia.
Apenas crucé la puerta, todos me miraron con preocupación.
—¿Qué pasa? —preguntaron casi al unísono.
—Mauro está en el hospital —susurré.
Me miraron con un gesto de confusión. Me llovieron las preguntas, ¿por qué? ¿qué pasó? ¿no se supone que se había ido? No podía decirles la verdad, así que otra vez me tocó inventar más mentiras.
—Aún no había viajado porque estaba solucionando unas cosas. Al parecer se cayó y se golpeó la cabeza, parece grave porque lo trasladaron a la ciudad.
Estaban muy preocupados, comentaban que ojalá se recuperara. Yo también lo deseaba.