ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.
Capítulo 26.
Cuando regresé a mi realidad, me alejé bruscamente. Mauro sonrió de manera maliciosa, tal vez fue porque me sonrojé sin poder evitarlo.
—Si cada vez que salga del hospital me recibirás así, regresaré cada que pueda —dijo con descaro.
Fruncí el ceño y le di un leve empujón.
—Cállate. No digas estupideces. Por poco te mueres, espero que nunca regreses a ese lugar.
Antes de que pudiera reaccionar, me rodeó con sus brazos con fuerza. Intenté soltarme, pero no pude. Me temblaron las piernas.
—Tanto te preocupas por mí... Ya me contaron que estuviste pendiente. Gracias por no dejar sola a mi madre.
—¡Suéltame! Solo hice lo correcto.
—Aún te pongo nerviosa.
Por un momento, nuestras miradas se encontraron. Sus ojos me decían tantas cosas, tantas que antes de perder mi voluntad, logré liberarme de sus brazos.
—Espero que esta vez hayas tocado fondo y aprendas la lección. No corras a hundirte en el licor como siempre lo haces, sabes que eso solo te trae problemas.
—¿Sabes una cosa? Aún no he tocado fondo.
—¡No aprendes, verdad! Haz lo que te dé la gana, al fin es tu vida.
Como de costumbre, terminamos discutiendo. Dijimos cosas hirientes que ninguno realmente quería decir, pero cuando uno está enojado, no razona.
—Tienes razón, es mi vida. Puedo destruirme como me dé la gana, al fin y al cabo, tú y yo no somos nada.
—Contigo no se puede. Odias la forma de ser de tu padrastro, pero vas por el mismo camino.
Me miró con rabia y alzó la voz, pero antes de que pudiera responder, Carlos intervino.
—No discutan, chicos.
—Déjalo que se enoje —dije con frialdad—, pero en el fondo se parece a ese tipo, ese que tanto criticas.
Mauro se acercó y me tomó del brazo con más fuerza de la necesaria. Sus ojos estaban cristalizados, su voz firme, pero rota.
—¿Cómo pretendes que saque esto que me está matando?
Una lágrima rodó por mi mejilla.
—¡Suéltame! Justo por no medirte estamos pasando por esto. Por tu culpa, por no saber manejar las cosas.
Intenté soltarme, pero él me sostuvo con más fuerza. Su agarre llamó la atención de Sebastián, quien se metió de inmediato y lo empujó con fuerza.
—¿Qué rayos te pasa? ¿No escuchaste que la sueltes? La lastimas. ¿No es suficiente con todo lo que le hiciste?
Mauro le sostuvo la mirada y con un gesto desafiante, le devolvió el empujón.
—¿Tú quién te crees para meterte? Vaya, qué rápido conseguiste quién te defienda.
—No tienes derecho a lastimarla. Ya la has lastimado demasiado.
—Veo que estás bien informado... Por lo que noto, te cuenta todo.
Los dos estaban a punto de agarrarse a golpes. No quería escándalos, mucho menos en el colegio, nos suspenderían a todos. Para colmo, ya estaban llamando la atención de los otros grupos. Menos mal los profesores aún no llegaban.
Tomé a Sebastián de las manos con los ojos llenos de lágrimas.
—Por favor... No más. No vale la pena.
Él apretó mi mano con fuerza. Sabía que estaba muy molesto y moría por partirle la cara, pero yo no podía permitirlo.
—No llores, mi muñeca —susurró Sebastián.
—¿¡TU MUÑECA!? —rugió Mauro con furia—. ¿Es que es de tu propiedad, imbécil?
Sebastián soltó una risa sarcástica y lo miró con desafío.
—Mira, maricón de mierda, no te parto la puta cara solo porque esta belleza me lo pide. No me gusta hacerla sufrir ni verla llorar. Créeme que ganas no me faltan de destrozarte la cara por imbécil.
Le dimos la espalda, listos para alejarnos, pero Mauro no pudo quedarse callado.
—¡Vaya! Ese es el amor que decías tenerme… Tan pronto buscaste consuelo. Y eso que supuestamente eres tan digna.
Sus palabras fueron como una puñalada en el pecho. ¿Cómo podía pensar eso de mí? ¿Acaso no me conocía lo suficiente? Es que definitivamente las palabras pueden lastimar más que cualquier golpe.
La rabia se apoderó de Sebastián. Literalmente, se lanzó sobre él, pero fui más rápida. Lo abracé por detrás, tratando de impedir la pelea. Entre sollozos, le rogué:
—No vale la pena. Déjalo.
—Mira hijueputa, a ella la respetas. No mereces ni mencionar su nombre, poco hombre.
Sebastián estaba fuera de sí. Pero Mauro solo sonrió con burla, como si no le afectara.
—Para ser solo su amigo, la defiendes demasiado... Dime, ¿ya se consoló contigo?
Su comentario fue la gota que derramó el vaso. Sentí un nudo en la garganta, un dolor que me quemaba por dentro.
Sin pensarlo, me paré en medio de los dos, saqué la mano y le di una bofetada con todas mis fuerzas. Mis manos temblaban, mi voz también. Sentí que el corazón se me saldría del pecho cuando le grité:
—¡EL LADRÓN JUZGA POR SU CONDICIÓN! ¿Crees que todos somos como tú? Tan ruin como para correr a los brazos de otra al primer problema. Sabes qué, piensa lo que te dé la gana.
Se quedó en silencio. Por un instante, vi dolor, enojo y celos en sus ojos. Pero no me detuve a analizarlo. Tomé la mano de Sebastián y seguí mi camino.
Cuando llegamos al pasillo, ya no pude más. Las lágrimas que había contenido se desbordaron sin control.
Sebastián me abrazó fuerte, como si quisiera sostener mis pedazos.
—No llores, muñeca… Debiste dejar que le rompiera la cara. ¿Cómo se atreve a pensar esas cosas de ti? Es un imbécil.
Y lo peor era que aún no le habían llegado aquellos rumores de que supuestamente habíamos pasado la noche juntos. Cuando eso ocurriera, todo sería peor.
—Es un tonto —murmuré entre sollozos—. Solo quiere destruirse… No entiende de razones.
—Déjalo. No sufras por un imbécil que no vale la pena.
—Cómo quisiera arrancarme el corazón para no sentir nada… pero no puedo. ¿Cómo hago para evitarlo? No soy capaz...
Me apretó más contra su pecho, como si quisiera arrullarme.
—Ya, muñeca… calma. Te entiendo. Sé lo que sientes. Aunque quisiera ayudarte, no puedo, porque nada alivia ese dolor.