ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.
Capítulo 31.
Pasaban los días y los recuerdos seguían tan presentes. Solemos ser masoquistas, al parecer nos gusta sufrir. Todos los mensajes que me envió siendo novios los pasé a un cuaderno. Como un acto masoquista, me ponía a leerlos y siempre terminaba llorando.
¿Sabes por qué los ángeles están enfadados conmigo? Porque en vez de soñar con ellos sueño contigo.
Culpable te declaro por meterte en mi corazón, en mi pensamiento, en mi alma. Te condenaré por toda tu vida a pensar en mí y a quererme siempre.
Eso solo era una pequeña muestra, en ese cuaderno tenía muchos más. Intenté tirar ese cuadernlo a la basura tantas veces, sin embargo no fui capaz. Lo guardé junto a los demás recuerdos.
Cristóbal perdonó a Juliana, le dijo que tenía que ganarse su confianza de nuevo.
Los rumores de mi supuesta relación con Sebastián y las noches que pasamos juntos seguían en el colegio, algunos aún lo comentaban.
…
Ese sábado, la primera clase fue de español y para mi mala suerte, el profesor decidió que trabajaría en pareja con Mauro. Teníamos que escribir un texto sobre el amor y la tristeza, luego elegir un fragmento de una canción que nos identificara en ese momento.
Quise reír histéricamente por la manera en que el destino se burlaba de mí. Me senté justo frente a él, evitando mirarlo.
—¿Tanto te molesta estudiar conmigo? —rompió el silencio con ese tono que siempre lograba irritarme.
—No tengo razones, empecemos —respondí, cortante.
—Ah, ya sé… Tu amiguito se molesta —soltó con sarcasmo.
Ahí estaba de nuevo, ese veneno absurdo que nunca faltaba en sus palabras. Levanté la mirada buscando sus ojos.
—¿Cuál es tu maldito problema? —solté sin rodeos—. Yo no ando reclamándote por todas las amiguitas que tienes detrás, y créeme, están muy enamoradas de ti. Así que solo enfoquémonos en esto.
Abrí mi cuaderno, pero antes de que pudiera escribir algo, él tomó mi mano con suavidad.
—Veo que la herida sanó… pero te quedó la cicatriz —susurró, recorriendo con sus dedos la marca en mi piel—. Dime, ¿la herida de tu corazón también sanó?
Mi cuerpo se tensó. Me solté con fuerza, evitando mirarlo. No era porque lo odiara… Todo lo contrario.
—Empecemos. No quiero que nos regañen.
—No puedes responder mi pregunta —insistió.
Lo miré con frialdad.
—Entonces dime tú… ¿Tu herida ya sanó? Porque recuerdo que te dije que podíamos continuar, pero el que no quiso fuiste tú. Solo porque borracha me acosté con otro… ¿eso te destrozó tanto?
El silencio entre nosotros se hizo espeso. Su mirada se apagó y por primera vez en mucho tiempo, vi tristeza en sus ojos. Con delicadeza, acarició mi mano.
Fue un golpe directo al corazón.
—¿En qué momento se nos cagó la vida, amor mío? —susurró con una melancolía que me estremeció.
Quedé perdida en sus ojos, sintiendo el peso de todo lo que habíamos sido y lo que jamás volveríamos a ser.
El profesor nos permitió salir del salón para concentrarnos mejor en la actividad. Fui la primera en levantarme. Necesitaba respirar.
Apenas salí al pasillo, me encontré con unos ojos azules que me observaban con intensidad. Él sabía lo que sentía al estar cerca de Mauro… y sin querer, él también sufría.
Me senté bajo la escalera, tratando de calmar el torbellino dentro de mí. Minutos después, llegó Mauro.
¿Por qué tenía que ser tan jodidamente hermoso?
Me mantuve lo más seria que pude, pero él soltó una risita, disfrutando mi incomodidad.
—Al menos háblame con odio —murmuró con diversión—. Porque el coraje se lo aniquilo con un beso.
Abrí los ojos con sorpresa. Él sonrió con malicia.
—Pues ese será el fragmento de mi canción —añadió—. Ahora convénceme de que no es orgullo, de que no me amas y de que no hay fuego.
Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda.
—Lo complementamos los dos. ¿Qué dices?
Asentí, sin confiar en mi propia voz.
Se acercó más de lo necesario. Sentí su aliento cálido rozando mi cuello y mi piel se erizó al instante. Con la yema de su dedo índice, recorrió lentamente mi brazo, como si trazara una línea de fuego en mi piel.
Sonrió.
Una sonrisa condenadamente maliciosa.
—¿Ves? —susurró con esa voz maliciosa.
—¿Qué? —Arqueé una ceja, desconfiada.
—La piel es de quien la eriza… con un aliento, con un roce, con una mirada… con los recuerdos.
Un escalofrío me recorrió la espalda.
—¿Eso es lo que escribirás tú? —intenté desviar el tema.
—No —susurró, inclinándose —. Eso te lo digo a ti.
Sentí un nudo en el estómago.
—¿Estudiamos o le digo al profesor que me cambie de compañero? —espeté, cruzando los brazos.
Él alzó las manos en señal de rendición, pero su sonrisa burlona no desapareció.
—Ok, como digas… —dijo con fingida sumisión—. Solo dime algo… ¿Él también eriza tu piel así?
—¡No más! —exclamé, frustrada, el calor subió a mi rostro.
Él soltó una risita, divertido, mordió su labio inferior con esa maldita costumbre suya que me ponía nerviosa.
—Me encanta cuando te pones así —murmuró, inclinándose un poco más—. Enojada te ves aún más hermosa.
Imposible. A ese paso, no terminaríamos nunca.
Suspiré con resignación y abrí mi cuaderno.
—Empecemos con el taller de una vez.
Él sonrió. Una sonrisa llena de malicia y al mismo tiempo, de algo que no quería admitir que extrañaba.
Amor.
Yo escribí: Cuando te miré a los ojos, supe que solo en ellos me perdería. Otros jamás reflejarán lo que vi en los tuyos. Te amé desde el primer momento, aunque tenía miedo de que, algún día, fueras mi perdición.
Él complementó:
Solo una vez en la vida sucede ese clic. Cuando escuché tu dulce voz, supe que serías el amor de mi vida. Y al encontrarme con tus ojos, me confirmaron lo que ya sabía: que solo a ti te amaría de una forma única y diferente… Que siempre estarías en mi corazón.