ME ENAMORÉ DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.
Capítulo 34.
Estaba concentrada en un libro cuando un estruendo me estremeció. Un segundo después, la luz se fue.
El corazón me dio un vuelco. Me tragué el orgullo y corrí hacia él abrazándolo. Mauro me rodeó con sus brazos de inmediato. Estaba helada.
—¿Qué fue eso? —pregunté en un hilo de voz.
Él susurró contra mi cabello:
—Seguramente los ruidos de los que hablaba Carlos...
Mi respiración estaba agitada, Mauro podía sentir el frenético latir de mi corazón contra su pecho. Me estrechó más fuerte y hundió su nariz en mi cabello. Sin pensarlo, me aferré a sus manos. Por un momento, quise convencerme de que todo era un mal sueño.
—No juegues con eso... tengo miedo —murmuré cerrando los ojos.
Su aliento cálido rozó mi oído enviando un escalofrío por todo mi cuerpo. Un escalofrío diferente al miedo…
—No tengas miedo, mi bonita… yo estoy contigo.
No sabía qué me asustaba más: el supuesto fantasma o la idea de estar sola con él en la oscuridad. Suspiramos al mismo tiempo. Quise alejarme, pero no me dejó. Me haló suavemente hacia él.
—No te alejes de mí… déjame tenerte aquí, tan cerca…
Intenté decir algo, pero Mauro colocó un dedo sobre mis labios.
—Shhh… no digas nada. Déjame sentirte tan mía, aunque sea solo por un momento. Olvidémonos de todo, solo por esta noche… te lo suplico. Mañana todo volverá a la normalidad.
Mi razón me gritaba que me apartara, pero mi corazón imploraba lo contrario. Una lágrima resbaló por mi mejilla.
Mauro se recostó contra la pared y me arrastró con él. Nos deslizamos lentamente hasta quedar en el suelo. Me encontré entre sus piernas, envuelta en sus brazos, con la respiración entrecortada.
El silencio nos envolvió. Solo se escuchaban nuestras respiraciones y la competencia de cuál corazón latía más rápido.
Ojalá pudiera detener el tiempo en este preciso instante; pensé.
Ojalá pudiera olvidar, aunque solo fuera por un segundo la pesadilla en la que se había convertido nuestra historia.
Todo lo que hice para alejarme de él no sirvió de nada. Porque su cercanía seguía provocándome lo mismo: el mismo vértigo, los mismos escalofríos. Tenerlo tan cerca era como sentir corrientes de electricidad recorriéndome el cuerpo.
—Tienes frío… estás helada y tus manos tiemblan.
—Un poco —mentí descaradamente.
No era el frío lo que hacía que mi cuerpo temblara… era él, su cercanía, su olor, el efecto devastador que siempre tenía sobre mí.
Mauro me abrazó con fuerza, acariciando mis brazos en un intento de darme calor. Luego apoyó su mentón en mi cuello y juro que casi me muero. Pero no de miedo, sino de todo lo que su contacto provocaba en mí.
Escuché un suspiro escaparse de sus labios.
—¿En qué momento todo se nos jodió?
Sus lágrimas mojaron mi hombro, igual que las mías se deslizaban silenciosas por mi rostro. Porque los dos sabíamos que, al amanecer, todo volvería a ser como antes. Y eso que estábamos haciendo solo nos lastimaba más. Porque enamorarse había sido fácil… pero olvidar, olvidar era una batalla imposible.
—No lo sé… —murmuré, con la voz quebrada—. Esto parece una pesadilla. Pero como dijiste antes, no hablemos de eso…
Mauro me abrazó más fuerte, escondiendo su rostro en mi cuello.
—Solo quisiera detener el tiempo… aquí, en este preciso momento.
También quiero.
Pero no lo dije en voz alta.
Nos quedamos así, en silencio, por mucho tiempo. Nadie dijo nada. Quizá porque, en el fondo, ninguno de los dos quería que eso terminara. Sabíamos que esa sería la única vez en la vida en que compartiríamos una noche juntos.
El silencio entre nosotros se volvió insoportable, lleno de todo lo que ninguno se atrevía a decir. Sentí su respiración agitada contra mi piel, sus manos todavía aferradas a mí como si tuviera miedo de soltarme.
Antes de sujetar mis manos deslizó sus dedos por mis brazos, acariciándolos con suavidad. Con un movimiento firme, pero delicado me obligó a girarme hacia él. Mi corazón latía con tanta fuerza que temí que lo escuchara. Sentí su calor cerca, demasiado cerca y aún así, no podía verlo. Solo podía sentirlo. Mi pecho chocó contra el suyo y un escalofrío me recorrió la espalda. No quería respirar.
—Perdóname… —susurró.
Tragué saliva, mi mente luchaba por encontrar sentido a sus palabras, pero él no me dio tiempo.
—Perdóname por esto… pero lo necesito.
Y entonces, su boca atrapó la mía.
No fue un beso tímido ni vacilante. Fue un beso desesperado, hambriento, como si en ese instante se estuviera aferrando a mí. Al principio me quedé quieta, aturdida por el calor de sus labios, por la forma en que su aliento se mezclaba con el mío en la oscuridad.
Pero la resistencia duró solo un segundo.
Como si algo dentro de mí se rompiera, me entregué sin pensar. Mis manos se aferraron a su camisa con fuerza, sentí su pecho subir y bajar con respiraciones entrecortadas. Mauro profundizó el beso con más urgencia, su lengua rozó la mía en un vaivén lento, pero demandante que hizo que mi piel se encendiera.
Todo se detuvo. En esa oscuridad absoluta solo existíamos él y yo. El calor de su cuerpo, la manera en que sus manos se deslizaron hasta mi cintura, acercándome más, la forma en que sus dedos se hundieron en mi espalda como si temiera que me desvaneciera.
Sentí su respiración agitada contra mis labios.
—Dime que esto no es solo mío… —su voz era un ruego, un susurro desesperado que me atravesó el pecho.
No dije nada. No era lo correcto, debía alejarme, mantener mi postura, pero mentiría si digo que no lo deseaba. Quería recaer en esa maldita adicción que tanto me había costado controlar, y caí. Volví a caer, fue como perder todo lo que llevaba en esos meses.
En la penumbra, busqué su rostro y lo besé otra vez, más despacio, con la seguridad de que esa noche lo olvidaríamos todo. Porque en ese instante, el miedo, el remordimiento y la realidad no existían. Solo existía él. Solo existíamos nosotros.