ME ENAMORE DE UN AMOR QUE NO ERA MÍO.
Capítulo 36.
Narra Sebastian.
No pude soportarlo más y exploté.
¿Cómo se le ocurría a ese imbécil hacer ese comentario? ¿Cómo podía dudar de ella?
Vi el dolor en los ojos de mi muñeca, ese sufrimiento que la ahogaba con cada palabra malintencionada. Le dolía saber que todo el tiempo que pasaron juntos no sirvió de nada, que Mauro no la conocía en absoluto, que no confiaba en ella.
Por eso grité. Grité para que todos escucharan la verdad, para que supieran que ella no merecía que nadie la señalara. No pude cumplir mi promesa de callar, esperaba que no me odiara por eso.
La amaba tanto que me enfurecía verla sufrir de esa manera, era el turno de Mauro. Que se tragara sus palabras, que se ahogara en su propio arrepentimiento, porque cuando entendiera el daño que le había hecho, cuando asimilara que dudó de ella de esa forma, el remordimiento lo destruiría.
Lo tomé del brazo con fuerza y lo arrastré lejos de los demás. Mauro estaba pálido, sin reacción, como si no pudiera procesar lo que acababa de pasar.
—Tú y yo tenemos que hablar, estúpido malparido.
—¿Qué quieres? —murmuró.
—Restregarte unas cuantas verdades en tu puta cara. Eres tan imbécil que ni te imaginas el daño que le causaste a esa niña con tus estúpidas dudas. Quiero que te metas tus putas palabras culo arriba y que te arda hasta que te desangres por dentro.
Bajó la cabeza. Sus puños temblaban y una lágrima se escapó de sus ojos.
—No te imaginas todo lo que sufrió Ana. Primero, tu traición. Luego, tu falta de confianza. Pero lo que más la destruyó fueron tus dudas sobre ella. Porque después de tantos meses juntos, no fuiste capaz de ver quién era realmente, no supiste valorar lo que tenía para dar.
Negó con la cabeza, su cuerpo tembló.
—El día que le rompiste el corazón, la encontré como muerta en vida, sin rumbo. La llevé a mi casa, estaba en shock, no distinguía la realidad de la ficción. Solo lloraba… No te imaginas lo que me dolió verla así, destruida, tratando de recoger los pedazos de su corazón. Un corazón que te entregó intacto y que tú destrozaste sin piedad.
—Basta… no sigas —suplicó con la voz quebrada.
—Querías saber la verdad, ahora te aguantas —espeté sin piedad—. Esa noche se quedó conmigo, pero no pasó nada. Porque ella solo lloraba por ti. Y luego, con tus putas dudas, la lastimaste más. Su dolor creció. Hasta la noche en que se le pasaron los tragos… —me detuve un segundo, tragándome el nudo en la garganta—. ¿Sabes lo que me dijo? Que solo quería morir.
El impacto de mis palabras lo golpeó como un puñetazo.
—Eso me destrozó el alma —continué, con el pecho ardiendo por lo enojado que estaba—. Verla sufrir de esa manera… todo por ti.
Mauro sollozaba en silencio, con la cabeza enterrada entre sus manos. Pero no me detuve.
—Aunque yo muero por ella, jamás le faltaría el respeto. Ana no es una chica para solo una noche. Yo con ella no quiero sexo, a ella le haría el amor todos los días, para demostrarle lo que vale, por ella incluso me casaría. Ella merece mucho más, pero tú, en tu infinita estupidez, volviste a dudar de ella. Se te metió en la cabeza que entre nosotros había pasado algo. Creíste lo que te convenía creer, solo para lavar tu conciencia. Ella te dijo lo que tu querías escuchar. Nunca supiste conocerla realmente. ¡Y encima la comparaste con Juliana! ¿Se puede ser más hijueputa?
Su mandíbula se tensó.
—Muchas veces quise sacarte de tu error, hacer que te tragaras tus palabras, pero ella no me dejó. Y me encabronaba verla llorar por un patán como tú, porque no mereces ni una sola de sus lágrimas. Mi pobre muñeca sufrió tanto, tu traición y para rematar tus malditas dudas.
—¡Ah, pero tú sí la mereces, cabrón! —espetó, alzando la voz por primera vez.
Respiré hondo y lo fulminé con la mirada.
—¡No! —solté con seguridad—. Ella es mucha mujer, tanto para ti como para mí.
Ni tú, ni mucho menos yo la merecemos. Ana merece a alguien que le sume sonrisas, no que se las borre. Ojalá encuentre a alguien que sepa darle el lugar que merece.
Mauro me miró con rabia, con dolor, con celos.
—Si tanto la quieres como dices… si te crees tan bueno para ella… ¿por qué no le das ese lugar tú?
Me reí con amargura.
—¡Qué más quisiera! Pero soy realista, ella solo me ve como un amigo y eso no cambiará. Porque aunque le destrozaste el corazón, aunque la hiciste pedazos, ella solo tiene ojos para ti. Te ama con cada uno de esos pedazos que destrozaste.
Mauro apretó los dientes, luchando contra sus propias emociones.
—Pero tuviste tu oportunidad, y la perdiste por pendejo —sentencié—. Porque aunque te ama, no volverá contigo.
Mis palabras lo atravesaron como dagas. Lo vi tambalearse y luego, sin fuerzas, dejarse caer de rodillas en el suelo, con las manos en el rostro, tratando de asimilar todo.
Lo observé por última vez.
—Ahora lo sabes todo —dije con frialdad—. Ojalá, algún día, ella logre perdonarte. Al menos para liberar su corazón de tanto dolor. Y tú puedas perdonarte a ti mismo por ser tan idiota y haberla herido tanto.
—Eres tan pendejo que no pasaste la prueba que ella te puso. Ella quería creer que la conocías, pero una vez más hiciste lo que mejor te sale, lastimarla.
Y sin más, lo dejé ahí, solo con su culpa, con su arrepentimiento, con la conciencia aplastándolo como un peso imposible de soportar.
Regresé al colegio.
Ana se enojaría conmigo, lo sabía. Rompí mi promesa, pero no podía seguir callando. No podía verla sufrir más.
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Narra Mauro.
Cada palabra de Sebastián me cayó como un cubo de hielo directo al pecho. Me dejó sin aire, sin fuerzas.
¿Cómo pude ser tan imbécil?
¿Cómo pude dudar de ella de esa manera?
Me dejé cegar por los celos, por el dolor, por mi maldita inseguridad. La embarré y definitivamente la perdí para siempre.