Mía nunca había sido la protagonista de nada. En su grupo de amigos era la que reía fuerte, la que siempre mandaba memes raros a las tres de la mañana, pero jamás había imaginad convertirse en un fenómeno viral. Y mucho menos por algo tan absurdo como confundir un cepillo con un micrófono.
Era martes por la mañana y la clase de “Historia del Diseño” se había convertido en un concierto improvisado. La profesora hablaba de la Bauhaus con una seriedad casi religiosa, mientras Mía, medio dormida, agarró lo primero que encontró sobre su escritorio para responder cuando la llamaron a participar.
—Sí, profe, yo creo que… eh… —dijo, acercando el cepillo de cabello a su boca como si fuera un micrófono.
La pantalla de Zoom estalló en risas. Veinticinco estudiantes viendo a Mía hablándole con solemnidad a un cepillo rosado lleno de cabellos atrapados en las cerdas. Lo peor: alguien grabó el momento.
Mía, roja como tomate, cerró su cámara, pero ya era tarde.
Horas después, su celular vibraba sin parar. Una amiga le mandó un TikTok con más de veinte mil likes: “La chica del micrófono-cepillo”. En los comentarios se leían desde bromas crueles hasta teorías cómicas sobre la “nueva tendencia de micrófonos fashion”.
Al principio, Mía quiso enterrarse viva bajo sus sábanas. Pero no pudo evitar reír cuando leyó un comentario diferente a todos:
“Pregunta seria: ¿ese cepillo viene con Bluetooth o hay que actualizarlo por Wi-Fi?”
Era el tipo de humor absurdo que le encantaba. Tanto que se quedó sonriendo frente a la pantalla durante minutos, preguntándose quién sería el genio detrás de esas palabras.
Sin darse cuenta, le dio “me gusta”.
En algún lugar de la ciudad, Leo —el autor del comentario— vio la notificación y, sorprendido, casi se atragantó con su café. No estaba acostumbrado a que nadie notara sus chistes online, mucho menos alguien viral.
Ese fue el primer clic de algo que ninguno de los dos sospechaba: un romance que empezaba, no con una cita en un café ni con flores, sino con un cepillo mal usado y un comentario escondido entre miles.
Por la tarde, cuando Mía creyó que todo se había calmado, descubrió que la situación estaba apenas despegando. En el grupo de WhatsApp de la clase, alguien compartió un sticker suyo con el cepillo en la mano y cara de concentración académica.
—¡No puede ser! —dijo, tapándose los ojos.
—Ya eres emoji —se burló Sofía, mandándole el pack completo de stickers que, para su horror, incluían versiones con frases como “Profe, me peiné la respuesta”.
Para rematar, la profesora de Historia del Diseño, que raramente sonreía, escribió en el chat general:
“Mía, tu cepillo ya tiene más protagonismo que la Bauhaus. Felicidades.”
Si había un agujero negro cerca, Mía habría saltado dentro sin pensarlo.
Mientras tanto, Leo estaba en su oficina improvisada —un escritorio lleno de cables, tazas de café y figuritas de anime— tratando de concentrarse en el código que debía entregar. Pero cada vez que recordaba la respuesta de Mía, se le escapaba una sonrisa tonta.
Su compañero de trabajo remoto, que lo escuchaba por auriculares en la llamada de equipo, le preguntó:
—¿Qué te pasa? ¿Por qué te ríes solo?
—Nada… —mintió Leo, minimizando la ventana del chat. ¿Cómo iba a explicar que estaba tonteando en TikTok con “la chica del cepillo”?
De regreso en casa de Mía, la situación empeoró cuando su hermano menor irrumpió en la sala.
—¡Mamá! ¡Mía está en la tele! —gritó, señalando el noticiero local, donde un reportero hablaba de “las nuevas tendencias virales entre los jóvenes”.
Ahí estaba: Mía, en pleno HD, con su cepillo-micrófono inmortalizado para toda la ciudad. Su madre, con la cuchara de sopa en la mano, la miró en silencio. Luego suspiró.
—Al menos… te ves peinada.
Mía soltó un grito de frustración, enterrando la cara en el cojín del sillón.
Lo último que hizo antes de dormir fue revisar de nuevo la notificación de aquel comentario especial. El intercambio con Leo estaba todavía en la bandeja de mensajes, brillando como si tuviera más importancia que los miles de likes.
Con un suspiro, pensó: Bueno… si ya soy la chica del cepillo, al menos encontré alguien que lo entendió como un chiste y no como una tragedia.
Flashback
Tres días antes del incidente del micrófono-cepillo, Mía había decidido cambiar de escenario para trabajar en sus tareas. La biblioteca universitaria la asfixiaba, y su cuarto estaba lleno de distracciones (léase: una montaña de ropa limpia que juraba iba a doblar “mañana”). Así que terminó en una pequeña cafetería del centro, de esas con lámparas colgantes, mesitas diminutas y baristas que escribían “Miiaa” en los vasos aunque el nombre estuviera claramente deletreado.
Con su laptop abierta y sus auriculares puestos, Mía intentaba concentrarse. Pero como siempre, el Wi-Fi del lugar parecía tener vida propia.
—¿Por qué siempre muere justo cuando voy a adjuntar algo? —murmuró, golpeando la tecla Enter como si eso hiciera diferencia.
En la mesa de al lado, un chico alto, de gafas rectangulares y camiseta negra con un estampado de un videojuego, batallaba con la misma maldición. Estaba inclinado sobre su celular, bufando en voz baja.
—Si otra vez me pide iniciar sesión con Facebook… me rindo y me voy a criar cabras al campo.
Mía lo escuchó y soltó una risa inesperada. No solía reírse de desconocidos, pero la forma dramática en que lo dijo le arrancó una carcajada. Giró apenas la cabeza y lo ayudó:
—La contraseña está ahí —señaló con el dedo hacia un cartelito en el mostrador—. “cafecito123”. Muy hacker, ¿no?
Él levantó la vista, sorprendido, y arqueó una ceja.
—¿En serio? Qué creatividad. Seguro la inventó alguien que ya se había rendido con la vida.
—Probablemente el barista —respondió Mía, encogiéndose de hombros—. Todos sabemos que en secreto controlan el mundo.
#3149 en Novela romántica
#1066 en Otros
#389 en Humor
comedia humor, internet amor atra vez de la computadora, romance y humor
Editado: 01.10.2025