Me enamoré en los commentiarios

Conversaciones de media noche

Mía no podía dormir. Cada vez que cerraba los ojos, el celular vibraba con nuevas notificaciones. Sus amigas la estaban volviendo loca:
¡Ya tienes 20 mil seguidores! Aprovecha, empieza a vender cepillos.
Haz un live, la gente ama eso.
¿Y si lanzamos el #CepilloMíaTour?

Ella apagó las notificaciones, pero dejó activadas solo las de comentarios. Y ahí estaba, otra vez, el mensaje del tipo del Bluetooth. Ese comentario tenía un peso extraño, como si en medio de todo el ruido hubiera encontrado una melodía que sí quería escuchar.

Abrió los mensajes directos. Dudó. ¿De verdad iba a escribirle a un completo extraño? Bueno, ¿qué podía perder? Después de todo, ya se había humillado ante medio planeta.

—Pregunta importante, ¿tienes un cepillo propio o hablas desde la envidia? —preguntó Mía.

Tardó unos segundos en llegar la respuesta, pero finalmente apareció.

—Confieso… tengo uno, pero solo sirve para peinar gatos. ¿Cuenta? —respondió Leo.

Mía soltó una carcajada que hizo que su hermano pequeño golpeara la pared desde la otra habitación.

—¡Cállate, celebridad! —gritó él.

—Cuenta, pero solo si tu gato canta bien —añadió Mía.

—Mejor que yo seguro. Yo solo sé maullar cuando veo pizza —dijo Leo.
—Cuenta, pero solo si tu gato canta bien.

—Mejor que yo seguro. Conmigo solo sabe maullar cuando ve pizza.

Los mensajes siguieron. Uno tras otro, como si no existiera la hora. Pasaron de chistes absurdos a confesar guilty pleasures ridículos:

Mía admitió que tenía una lista secreta en Spotify llamada “Ducha Stadium Tour”.

Leo confesó que coleccionaba stickers digitales de memes con patitos filósofos.

Mía le contó que a veces hablaba sola cuando cocinaba, como si estuviera en un programa de cocina.

Leo le dijo que cuando se frustraba programando, le gritaba a su pantalla frases dramáticas como “¡traición, tu nombre es código mal indentado!”.

Entre cada confesión, había risas escritas en mayúsculas, emojis mal usados y uno que otro silencio incómodo que rápidamente disimulaban con un nuevo meme.

Para Mía, la sensación era rara. En un solo día había pasado de ser “la chica del cepillo” para el mundo entero, a ser simplemente Mía para un desconocido que parecía conocer su humor mejor que muchos amigos de toda la vida.

Pero la realidad no tardó en colarse. A la mañana siguiente, su madre golpeó la puerta de su cuarto.
—¡Levántate! Tu tía quiere saber si das entrevistas. Dice que ya eres influencer.

Mía gruñó y se tapó con las sábanas.
—Dime que es broma.
—No, y además alguien subió tu video a Facebook con la canción de “Eye of the Tiger”. Ya tienes fans en la colonia.

Mientras lidiaba con la familia y los chismes de vecinos que la saludaban como si fuera una celebridad caída del cielo, Mía solo pensaba en volver al chat con Leo.

Él, por su parte, tampoco tenía una mañana fácil. Su jefe le había pedido un reporte urgente, pero cada tres minutos revisaba el celular para ver si ella había respondido algo nuevo.
—Leo, ¿estás en la reunión o en otra dimensión? —preguntó su compañero en la videollamada.
—En otra dimensión… —murmuró él, y no se refería al trabajo.

Esa noche, volvieron a encontrarse en la conversación. Esta vez, los dos lo admitieron en broma: ya eran oficialmente insomnes por culpa de un cepillo.

—Si mañana me desmayo en clase, será tu culpa —escribió Mía.

—Si mañana me despiden, será la tuya —respondió Leo.

—Al menos podemos culpar al cepillo —añadió Mía.

—El verdadero culpable de todo este romance trágico —dijo Leo.

Mía se quedó mirando esa última palabra, romance. Seguramente Leo la había escrito sin pensar, como parte de la broma, pero aun así sintió un pequeño salto en el estómago.

Leo, del otro lado, también se quedó mirando su pantalla, nervioso y divertido. Se rió solo y se llevó la mano a la cara, murmurando para sí mismo qué acababa de escribir.

Mía bajó el celular un momento, tratando de calmar ese cosquilleo en el estómago. Su habitación seguía en silencio, pero ahora parecía más pequeña, más cercana, como si Leo estuviera ahí, riéndose a su lado. Por un instante pensó en lo absurdo de todo: un cepillo, un video viral y ella totalmente atrapada en un chat con alguien que apenas conocía.

Volvió a mirar la pantalla y Leo había escrito otra vez. Esta vez más corto:

—Eres peor que cualquier código que haya intentado arreglar.

Mía rió sola y contestó casi de inmediato:

—Eso significa que soy imposible de descifrar, ¿verdad?

—Exacto. Y eso me gusta —respondió él, y aunque solo eran palabras en la pantalla, Mía juró que podía sentir la sonrisa detrás de ellas.

Decidieron seguir hablando toda la madrugada. Entre memes, GIFs y confesiones ridículas, la conexión se sentía extraña y familiar a la vez. Mía le contó que había inventado nombres para todos sus utensilios de cocina, y Leo admitió que su computadora tenía apodos según cómo se portara cada día.

Cuando finalmente el reloj marcó las tres y media, Mía se dio cuenta de que no había sentido sueño en absoluto. Cerró los ojos un segundo y, antes de dormirse, pensó en cómo algo tan trivial como un cepillo había transformado su mundo en menos de 24 horas.

Y mientras ella se quedaba dormida, Leo, del otro lado de la ciudad, miraba la pantalla vacía, deseando que el teléfono vibrara de nuevo, y sonriendo al imaginar todas las historias que aún les faltaba contarse.

La mañana siguiente llegó con un ruido insoportable de notificaciones. Mía abrió los ojos y lo primero que vio fue una avalancha de alertas: comentarios en Instagram, mensajes directos, historias compartidas. El video del cepillo había explotado, y ahora todos parecían conocerla. Sus vecinos incluso la saludaban desde la calle como si fuera una estrella caída del cielo.

—Mamá, no puedo salir todavía —murmuró, intentando taparse con la manta—. Necesito revisar el celular.




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