Me Vale Madre La Voluntad de Dios

II.1. DON FÉLIX SAINT JAQUES

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II. 1. DON FÉLIX SAINT JAQUES

Nací en Saltillo en 1900. Mi padre se llamaba Félix Saint Jaques. Era francés. No sé por qué emigró a México, ni de su vida anterior en Francia, pero alguna vez, de pasada, oí una conversación donde decían que él había tenido posición y familia en Francia, pero perdió todo en la guerra contra Prusia. Cuando llegó a Saltillo, instaló una pequeña tienda de telas en la calle de Aldama y la hizo progresar, hasta ser la más grande de la ciudad.

Yo veía a los padres de mis amigas y los comparaba con el mío, todos eran más jóvenes. De hecho, mi padre era casi de la edad de mis abuelos. Mi padre ya era un hombre maduro cuando se casó con mi madre. En esa época era mejor que una señorita de buena familia se casara con un hombre relativamente mayor, porque eso le garantizaba que él ya había superado las diversiones y distracciones propias de la juventud, y se podía concentrar en formar un hogar y una familia respetable.

Mi madre se llamaba Laura Dávila Narro. Era muy hermosa. Todas las muchachas de la Villa de Arteaga son bonitas: güeras, altas, distinguidas, de ojos de color; pero ella destacaba entre todas ellas, como una manzana roja destaca entre los membrillos amarillos de una canasta. Nunca supe por qué se casó con mi padre, si por amor, por conveniencia o por imposición de sus padres. Esto último no lo creo, porque, por lo que sé, mis abuelos no eran el tipo de padres que hubieran obligado a sus hijas a casarse en contra de su voluntad, y mucho menos por dinero, porque en Arteaga la gente tiene fama de que “el hambre los tumba y el orgullo los levanta”. Mis abuelos se dedicaban a la agricultura y al comercio, y eran considerados gente bien, aunque eso es algo muy relativo. Ellos platicaban que mucha gente decía que eran riquillos, pero ellos sabían que eso no era realmente cierto; por ser güeros, la gente pensaba que eran ricos. Mis abuelos se reían al pensar que su mayor capital era el color claro de su piel y de sus ojos y, que eso, en México, es sinónimo de riqueza.

Vivíamos en la calle de Bravo. Teníamos la típica casa rica tradicional de Saltillo. Estaba construida de adobe, con fachada de ladrillo, una amplia puerta y altos ventanales enrejados. Tenía un amplio patio central rodeado de arcos y pasillos que daban acceso a las habitaciones. Había un traspatio que daba acceso a la cocina y a los cuartos de servicio y, al fondo, una huerta corral que daba hasta la calle de López Rayón.

Yo tenía dos hermanas mayores: Marie Louise y Marie Arminde, seis y cuatro años mayores que yo. También tuve un hermanito mayor, Jean Baptiste, que hubiera tenido dos años más que yo si no hubiera muerto de bebé. A mí me llamaron María Dolores. María, en español, no Marie, en francés. Cuando le pregunté a mi mamá por qué no me puso Marie, como mis hermanas, me dijo que era en honor a mi madrina María Valdés, de la hacienda de El Saucillo. Cuando le pregunté por qué me había llamado Dolores, sonrió con tristeza y me respondió: “—Por eso”. Nunca me gustó mi nombre, pero mis hermanas me llamaban Lola o Lolita.

La Revolución empezó cuando yo tenía unos diez años. Recuerdo que llegué a ver a Francisco I. Madero. Iba con mis hermanas a despedir a sus amigas, Brígida, Lucy, Anita y Elena Purcell, quienes iban a viajar a Inglaterra con su mamá, doña Helen O´Sullivan viuda de Purcell. Ellas vivían en la calle de Hidalgo, bajando la Plaza de Armas; acababan de construir una casa nueva, que a muchos les parecía un castillo de brujas, pero a mí me parecía de hadas.

Ese día, íbamos paseando por la calle de Juárez y, al llegar a la calle de Allende, vimos mucha gente reunida, estaban viendo y oyendo a un señor chaparrito, de barba de perilla, vestido muy elegantemente que estaba hablando desde uno de los balcones del Hotel Coahuila. Los invitaba a no votar por el general Porfirio Díaz y les pedía votar por él.

Mi papá tenía un retrato grande de don Porfirio Díaz en su despacho; con su uniforme de general, todo lleno de medallas y condecoraciones. Lo admiraba mucho por la paz y progreso que había logrado en México. También tenía un retrato, más pequeño, de la segunda esposa de don Porfirio, doña Carmelita Romero Rubio. Recuerdo que la señora tenía una gran nariz aguileña, pero la mostraba con orgullo en una foto de perfil. Lucía una tiara y una gargantilla de diamantes, que nos hacían soñar, a mis hermanas y a mí, que algún día la conoceríamos en una recepción de gala en Palacio Nacional.

Papá decía que Madero y toda su familia eran unos ingratos traicioneros que habían olvidado cuánto se habían beneficiado de la paz y progreso de México logrados por don Porfirio, y ahora se ponían en su contra. Los Madero eran la familia más rica de Coahuila. Tenían haciendas, minas, bancos, molinos de trigo, bodegas de vinos, fundidoras de metales y procesadoras de guayule. El abuelo, don Evaristo Madero, fue gobernador de Coahuila gracias a don Porfirio.

Papá decía que Madero debía estar loco por atreverse a desafiar a don Porfirio Díaz en las elecciones de 1910, y más porque Madero era un desconocido, “un señorito”, “un hijo de familia”, que nunca había hecho algo importante por sí mismo. Decía que si Madero no había podido ser alcalde de San Pedro de las Colonias, menos iba a poder ser presidente de México. Lógicamente, don Porfirio ganó las elecciones presidenciales, y Madero no aceptó su derrota; inició una rebelión para derrocar al general Díaz, y les prometió a los campesinos que si lo ayudaban a ganar les repartiría las tierras.




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