Me Vale Madre La Voluntad de Dios

CAPÍTULO IV.

CAPÍTULO IV.

Cuando se casó Marie Arminde creí que mis padres irían pronto por mí al internado. Ya estaba por cumplir los diecisiete años. Ya casi había terminado la Revolución; me imaginaba que pronto reconstruirían el Casino de Saltillo y que podría ir a sus bailes y saraos. Cuando mis hermanas se casaron, mis padres les dieron dinero y casa como regalos de bodas. Yo pensaba que algo parecido estaba destinado para mí.

Estaba soñando con mi vida futura, cuando una de las religiosas me pidió ir a la sala de visitas del convento. Ahí me esperaba el padre Bonifacio; el padre Boni, le decíamos. Él era el director espiritual de mi madre y también había sido el mío, por eso no me sorprendió su visita. Estuvimos hablando de mi vida en el colegio: del trato amable de las religiosas; de la noble labor educativa que realizaban; del triste destino que tuvo mi amiga María Regina; de los peligros de una Revolución que podía reiniciar en cualquier momento; de mi hermana Marie Louise y sus dificultades económicas; de mi hermana Marie Arminde, que prefirió quedarse a vivir en San Antonio ¡rodeada de tantos protestantes! Y de muchas cosas más. Ya me estaba preguntando cual sería el motivo de mi visita cuando me preguntó si no me gustaría quedarme de monja en el convento. Yo me reí y le dije que no me gustaba la vida en el convento. Que no tenía vocación para ser monja. Que quería estudiar para maestra en la escuela para profesores que construyeron frente al parque Zaragoza. Que quería casarme y tener hijos.

—No se puede —me dijo terminantemente—, tus padres han quedado casi en la pobreza por la Revolución y por darles sus regalos de bodas a tus hermanas. Es imposible que puedan ofrecerte lo mismo a ti, y mucho menos que puedas volver a tener la vida a la que estabas acostumbrada. ¿Estudiar y trabajar? ¡Olvídalo! Las señoritas de buena familia, como tú, no pueden hacer eso. Sería humillante para tus padres y tus hermanas. Reflexiona, hija —continuó el padre Boni—, el único camino es que ingreses para siempre en este convento. Además, ¡piensa!, puedes realizar tu vocación de ser maestra y trabajar en el Colegio Josefino de las Hermanas de la Inmaculada Concepción aquí en Saltillo, o ir a alguno de los otros colegios que tienen en el país, incluso en Francia. ¿No te gustaría conocer la patria de tu padre? Si no te gusta este convento hay muchos otros en México, en los que serás gustosamente recibida y tendrás una vida dichosa y plena dedicada a Dios, Nuestro Señor.

Le repetí que no quería vivir encerrada, que no quería ser monja, que quería casarme y tener hijos. Al decir esto vino a mi mente la imagen de María Regina y pensé que gustosamente hubiéramos intercambiado nuestros destinos.

—¿Casarte? No se puede —me dijo—, la mala situación financiera de tus padres no permite que encuentres el marido adecuado a tu posición social, y tampoco pueden enfrentar los gastos de otra boda…

Traté de protestar, pero las palabras se atoraron en mi garganta; lo único que hice fue llorar desconsoladamente. Sor Marguerite del Divino Tránsito de San José, superiora del convento, entró y acarició mi cabeza con ternura, mientras el padre Bonifacio salía de la sala.

La madre superiora esperó pacientemente a que terminara de llorar y estuviera tranquila para preguntarme:

—¿Qué tienes, Lolita? ¿Qué te pasa, hija? ¿Por qué lloras? ¡No me gusta verte así! ¿Le ha pasado algo malo a un familiar?

Yo me abracé a ella, conmovida por su preocupación, y le conté mi desgracia, la cual oyó con una mezcla de sorpresa e indignación. Le conté que mis padres no me querían y pretendían hacerme ingresar a la fuerza al convento. Sor Marguerite me volvió a abrazar con ternura y con compasión. Me dijo que me entendía, que tenía razón; que sin vocación religiosa no debería profesar en un convento; que esa era una decisión muy importante. ¡Para toda la vida! Me prometió­ hablar con mis padres, de suplicarles si fuera necesario; de rezarle mucho a Dios para convencerlos de abandonar esa idea que tan infeliz me hacía. Me pidió que me serenara y que fuera optimista, que las cosas iban a salir bien. También me pidió que le diera tiempo para encontrar el momento adecuado para hablar con ellos.

Nunca supe si les escribió o habló personalmente con mis padres, pero pasó mucho tiempo, hasta que me mandó llamar a su oficina, donde me recibió con una expresión de profunda tristeza. Estuvo un momento en silencio; luego pronunció algunas frases de aliento y consuelo, hasta que, casi llorando, empezó a hablar del asunto. Me dijo:

—Lolita. No te podemos aceptar en el convento en contra de tu voluntad. Te puedes marchar cuando quieras. No podemos imponerte una vida para la cual no has tenido el “llamado de Dios”. Tus padres no están de acuerdo, insisten en que te debes quedar en el convento, pero yo fui muy firme en mi negativa. Debes irte, es lo mejor para ti, para nuestra comunidad y para todos; incluso para tus padres. Ahora están obstinados, pero van a terminar aceptando la idea de tenerte de nuevo con ellos. Son tus padres… y me queda claro que te aman y quieren lo mejor para ti...

No oí que otras cosas dijo. Yo estaba con la mirada perdida, pensando en silencio. No sabía si alegrarme por recuperar mi libertad o preocuparme por regresar a casa y enfrentar de nuevo el rechazo y desamor de mis padres. Volví a la realidad cuando oí que la madre superiora pronunciaba mi nombre:

—¡Lolita, hija mía! Se me acaba de ocurrir una mejor solución ¿Por qué no hacemos una cosa? Escucha muy bien lo que te voy a proponer, pero júrame por Dios que no le vas a decir a tus padres que fui yo quien te dio el consejo. Debes ser muy discreta, porque, por ayudarte, me estoy poniendo en contra de tus padres, y no quiero que lo sepan y puedan hacerme algún reproche. Tú sabes muy bien que tu padre ha sido uno de los benefactores más generosos que tiene nuestro convento. Nos ayudó mucho a construir nuestra capilla y no queremos que piense que respondemos con ingratitud a todos los donativos que de él hemos recibido.




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