VI.1. NO QUIERO SER RELIGIOSA
Una mañana, después de misa, vi entrar a la madre superiora en mi habitación. Llevaba una carta. Su rostro expresaba tristeza y abatimiento. Me miraba. Parecía que en sus ojos iban a brotar las lágrimas. Callaba. Yo también. Ella esperaba que yo fuese la primera en hablar; estuve tentada a hacerlo, pero me contuve. Me preguntó cómo estaba. Me dijo que me había oído toser y que le parecía que estaba un poco pálida, que ojalá no estuviera enferma. A todo aquello respondí:
—No, sor Marguerite. Estoy bien.
Ella sostenía la carta en la mano. A mitad de estas preguntas la puso sobre sus rodillas y su mano la ocultaba en parte. Por fin, al ver que yo no le preguntaba lo que era aquel papel, me dijo:
—He aquí una carta...
Al oír esta palabra sentí que se turbaba mi corazón y pregunté con voz entrecortada:
—¿Es de mi madre?
—Tú lo has dicho. Ten, léela.
Me recuperé un poco, tomé la carta, la leí enseguida con bastante seguridad; a medida que avanzaba, el temor, la indignación, la cólera, el despecho, el dolor y la tristeza se sucedieron en mí. Sentí que no podía sostener ese papel, que lo quería romper, arrugarlo y arrojarlo lejos de mí.
—Bien, hija mía, ¿qué responderemos a esto?
—Usted lo sabe, madre.
—No, no lo sé, hija. Los tiempos son malos: tu padre ha sufrido pérdidas en el negocio, tus hermanas pasan apuros económicos; ambas tienen muchos hijos. La familia gastó mucho en sus bodas y gasta más para seguirlas ayudando. Tus padres no te pueden mantener ni pagar tus estudios, mucho menos pueden ayudarte cuando te cases, como lo hicieron con tus hermanas. Además, tú aceptaste ingresar de novicia al convento y eso supuso muchos gastos. Al aceptar ser novicia les diste esperanzas; todo mundo sabe que vas a ser monja y ahora los quieres defraudar. Pero no te preocupes, hija mía, yo te comprendo. Cuenta siempre con todo mi apoyo. Yo jamás he obligado a ninguna muchacha a profesar. Es un estado al que Dios llama y no voy a tratar de intervenir para modificar la voluntad que Dios tiene señalada para cada quien. No intentaré hablar a tu corazón, hija mía. Si la voluntad de Dios no te conmueve, la mía con menor razón lo hará. No voy a ser la causante de tu desgracia, hija, a ti, a quien tanto amo. No he olvidado que fue debido a mi persuasión por lo que diste los primeros pasos para ingresar al convento, y no permitiré que abusen para comprometerte más allá de tu voluntad. Veamos, pues, hija; pongámonos de acuerdo. ¿Quieres profesar?
—No, madre.
—¿No sientes gusto alguno por el estado religioso?
—No, madre.
—¿No obedecerás a tus padres?
—No, madre.
—¿Qué quieres ser, pues?
—Cualquier cosa, excepto religiosa. No quiero serlo y no lo seré.
—Bien, no lo serás. Veamos, preparemos una respuesta para tu madre...
Nos pusimos de acuerdo en algunas ideas. Ella escribió y me mostró la carta, la que me pareció muy bien. No obstante, siguieron insistiendo...
Vino el sacerdote del convento a platicar conmigo sobre mi falta de humildad para obedecer la voluntad paterna, y de mi soberbia por ir en contra de la voluntad de Dios. Me encomendaron a la madre de novicias, la tierna sor Verónica, quien me habló acerca de la dulzura, la armonía, la alegría de vivir en una comunidad de hermanas religiosas. También tuve que hablar con muchas señoras piadosas de Satillo que, sin conocerme, vinieron a visitarme. Me hablaron de la bella oportunidad que me daba la vida; de lo dichosas que hubieran sido ellas si hubieran tenido esa suerte.