CAPÍTULO X. EN SALTILLO PARTE 1. EL DOLOR DE MI MADRE
Era un día en la tarde. Mi mamá estaba sentada en un sillón de la sala, bordando unas rosas en un mantel. Tenía la cara seria, la mirada fija y los rasgos inmóviles; me acerqué a ella, me hinqué en el piso y le pedí perdón por fallarle como hija. Ella, sin mirarme, me dijo:
—Mi perdón lo recibirás dependiendo de lo que vengas a decir¬me. Levántate y siéntate en aquella silla. Tu padre no está y tienes todo el tiempo que quieras para hablar. Ya el padre Bonifacio habló contigo; ya sabes la verdad de tu nacimiento y ya te dijo lo que yo podría hacer por ti. Ya sabes que tu presencia solo sirve para recordarme el dolor y la humillación que yo he sufrido, y que creo que ya pagué lo suficiente por eso, y no es justo que siga pagando el resto de mi vida. Pues bien, dime: ¿Qué quieres? ¿Qué has decidido?
—Mamá, sé que no merezco nada de herencia y que no debo esperar nada. Tampoco quiero que usted siga sufriendo por mi culpa. No quiero que siga sintiendo ese dolor y esa humillación, aunque no entienda su causa ni su naturaleza. Si hubiera sabido la verdad antes, quizá yo ya hubiera estado preparada y resignada para hacer lo que su voluntad ordenara, pero yo ni siquiera lo sospechaba. Ahora ya sé la verdad de mi origen y lo acepto, y voy a comportarme de acuerdo a lo que mi situación me manda hacer. Ya entiendo la razón de las distinciones entre mis hermanas y yo; reconozco que son justas. Mire, mamá, ya no lloro ni me enojo, las acepto; pero usted sigue siendo mi madre y yo sigo siendo su hija y espero que no lo olvide. Solo quiero un hogar, mamá, quiero estar cerca de usted, aunque me traten como una visita, o como una arrimada que ayudan por humanidad.
—¡No entiendes! —replicó vivamente—. Eso es precisamente lo que no te podemos dar. A tu padre le molesta tu presencia. Lo veo en la dureza con la que te trata y, también, con su actitud me culpa a mí por tu nacimiento. No puedo esperar de él el amor de un esposo, y tú no esperes de él los sentimientos de un padre. Además, te lo confesaré, tú me recuerdas constantemente el dolor de perder a mi hijo y la humillación que un hombre me hizo sufrir. Fue una desgracia tan repugnante, que el odio que le tengo a ese hombre recae sobre ti...
Al decir eso su figura se alteró, sus ojos brillaron de rabia y la indignación se apoderó de su rostro; quería seguir hablando, pero el temblor de sus labios se lo impedía. Estaba sentada, inclinó la cabeza sobre las manos para ocultarme la grave conmoción que sufría. Permaneció algún tiempo en este estado, luego se levantó, dio algunas vueltas por la sala, sin decir una palabra. Trataba de contener sus lágrimas, que corrían penosamen¬te, y dijo:
—¿Quieres saberlo todo? Te lo diré. Tu padre siempre quiso tener un hijo, un varón que perpetuara su apellido, y yo le di dos hijas, por eso, cuando nació el niño, se puso inmensamente feliz. Era el marido más amoroso y el padre más orgulloso. Ya tenía el hijo que tanto deseaba. Fuimos realmente felices cuando nació Jean Baptiste, Juan, mi Juanito…
La voz se le quebró y empezó a llorar desconsoladamente. Traté de levantarme y abrazarla, pero me rechazó con un ademán enérgico.
Me miró con frialdad y continuó su relato.
—Una noche de invierno estaba yo sola en casa. Tu padre había salido a Monclova, a cobrar unas deudas, y regresaría hasta el día siguiente. Ya era muy noche; tus hermanas estaban dormidas. Yo estaba en la cocina, amamantando a Juanito, cuando oí que abrieron la puerta que daba al patio y entró un hombre. Lo reconocí de inmediato, se llamaba Evaristo Garza; era un empleado de tu padre. Quise gritar, pero cogió un cuchillo de la mesa y me amenazó con él y me obligó a callar. Me preguntó por tu padre. Cuando le dije que no estaba me pidió dinero; yo le dije que en casa no había dinero. No me creyó. Me arrancó al bebé de los brazos y lo puso en la mesa de la cocina; me dijo que si no quería que le pasara algo al niño le diera el dinero. Me acompañó al comedor y me hizo vaciar todos los cajones, pero no había dinero. Me empujó hasta la recámara y revisó la cómoda y el ropero. Encontró algo de dinero y joyas, pero quería más, yo le dije que ya no había y me dio una bofetada. Le dije que lo que estaba haciendo le iba a costar la vida, que lo iban a colgar por ladrón. Me respondió que no le importaba, que nada tenía, que ya había perdido todo. Recuerdo que al decirme eso casi lloraba, pero no parecía sentir dolor. Estaba borracho. Estaba lleno de rabia y de odio: lo vi en su mirada y sentí miedo…
Mi madre detuvo su relato, y por un momento su mirada recorrió la sala en que estábamos. Parecía como si buscara en ella a ese Evaristo Garza. Al cruzarse su mirada con la mía su rostro se endureció y dijo:
—Me dijo que por culpa de mi esposo él había perdido todo y que era justo que él también perdiera algo. Se acercó a mí y desgarró mi blusa, al mismo tiempo que me empujaba a la cama. Yo no estaba dispuesta a permitir esa humillación y le dije que prefería que me matara con el cuchillo. Él sonrió y me respondió que muerta de nada la servía. Que tenía que vivir para que mi esposo lo recordara toda la vida.
La voz de mi madre se quebró y perdió su intensidad. Casi en un susurro siguió contando: