CAPÍTULO X. EN SALTILLO PARTE 1. MUJERES JUNTAS, NI DIFUNTAS
Me enteré de que mis padres se habían puesto en contacto con varios conventos en distintas ciudades de México, pero en todos se negaron a aceptarme cuando supieron del escándalo que hice en el convento de las inmaculadas. Parecía que no habría cabida para mí en convento alguno, pero monseñor Jesús María Echavarría intervino, no sé si para bien o para mal mío. En Saltillo había una orden religiosa femenina, las Adoratrices Perpetuas del Tepeyac y, a petición directa de monseñor Echavarría, fui aceptada en su congregación. Influyó en mi ingreso el hecho de que tenía educación, sabía tocar el piano, hablaba inglés y francés, pertenecía a una familia de sociedad y fui dotada con una casa.
Fui conducida al convento de las Adoratrices Perpetuas del Tepeyac, en la calle de Las Maravillas, cerca del templo de San José. Por el rumbo de la Quinta San Ignacio, de mi tía Conchita Narro. Era un sitio hermoso, rodeado de muchas huertas. De hecho, el convento, tenía una gran huerta que daba hasta la calle de Salazar. Solo me acompañó mi madre. Mi hermana Marie Louise estaba embarazada, y fue, días antes, a despedirme a la casa y a prometerme que me visitaría cada vez que su marido e hijos se lo permitieran. El señor Saint Jaques no se despidió de mí, ni yo pedí verlo, no encontraba una razón para hacerlo.
Las religiosas me esperaban. Tenían curiosidad por mi persona y por mi historia. Estuvimos en la sala del convento charlando de muchas cosas sin importancia. A diferencia de la vez anterior, ninguna de las monjas habló de Dios, ni de la vocación, ni de los peligros del mundo, ni de la dulzura de la vida religiosa, ni de ninguna de las cosas que usan las monjas para convencer a las muchachas. Sentían que nada de eso resultaría eficaz conmigo. En vez de eso me pidieron hablar en francés y yo recité un poema que me sabía. Las religiosas sonrieron maravilladas y complacidas; hasta parecía que era la misma Virgen María a la que oían. Luego me señalaron un viejo piano vertical que había en la sala y me pidieron que tocara algo. Yo empecé a tocar una alegre polca vienesa de Strauss, pero mi madre me interrumpió para pedirme que tocara algo “más apropiado”. Empecé a tocar el Ave María de Bach, pero lo hice de manera tan lenta, tan profunda, tan triste, que prefirieron no seguir escuchando y me interrumpieron con elogios al “sentimiento” que yo ponía en su ejecución. Al cabo de un rato, mi madre se puso de pie; me abrazó y me besó en la mejilla, yo la abracé y le susurré al oído:
—Recuerde su promesa, mamá. Venga por mí.
Al ingresar al convento de las Adoratrices Perpetuas del Tepeyac, la madre superiora era la madre Martha Magdalena. Una mujer alta, delgada y de bellas facciones. Ya rondaba por los sesenta años. Se decía que era de buena familia, y lo debió haber sido, porque en su oficina y en su habitación tenía estantes llenos de libros, pero no de esos libros que solo sirven de adorno. De libros que se leen, se releen y se comparten. Fue la única monja culta que conocí en mi vida.
La madre Martha era una mujer justa, humana y comprensiva; para ella todas éramos sus hijas. Nunca nos regañaba, se limitaba a exponernos la forma correcta en que una buena religiosa hubiera hecho tal o cual cosa, que nosotras hubiéramos hecho mal. Ella nos trataba a todas con mucho cariño, y yo la llegué a querer y respetar mucho. Mostraba algo de predilección por mí, pero creo que era por mis méritos. Yo me esforzaba para hacer bien las cosas y para corresponder a las atenciones que me brindaba. Muchas de las monjas me decían que yo era de las “consentidas” de la madre Martha, pero este calificativo lo daban por envidia. La madre Martha, realmente no tenía preferidas. Luego me di cuenta de que en los conventos existe mucho este tipo de relación. Siempre nos recalcaban que éramos una comunidad, una familia de hermanas, pero muchas monjas permitían, alentaban y recompensaban las rivalidades, las traiciones, los golpes bajos y las puñaladas por la espalda. Muchas monjas eran capaces de cualquier cosa con tal de ser de las consentidas, o con tal de hacer que alguien dejara de ser de las consentidas de la madre superiora. En el convento siempre hay, al menos, dos grupos opuestos de monjas que se disputan el cargo de madre superiora, el cual se elige cada seis años. Nadie se imagina las rivalidades que puede haber entre ellas. Ahí entendí el dicho de “Mujeres juntas, ni difuntas”.
La madre Martha Magdalena me preguntó sobre mi estancia en el convento de las inmaculadas. Se la conté sin ocultar nada. También le conté la verdad de mi nacimiento y la relación que tenía con mis padres. Ella me compadeció y me dijo que era la forma en que se hacía la voluntad de Dios en las mujeres. Que se les iban cerrando ciertas puertas mientras otras se abrían, y que al final solo había cuatro puertas para ellas: la del matrimonio, la del convento, la de la perdición y la de la soledad. Trató de consolarme diciéndome que la vida en el convento quizá fuera la menos peor.
Pasé el postulantado, hice sin disgusto el noviciado y llegó el momento de hacer mis votos perpetuos, y lo hice sin tristeza, pero con sentimiento secreto de que, paso a paso, avanzaba hacia una forma de vida para la cual no estaba hecha. Cuando esto ocurría, acudía con la madre Martha y desnudaba mi alma; le exponía mis dudas y mis temores de no encontrar felicidad en la vida religiosa. Ella me oía con paciencia y con ternura, y me decía: