Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XIII.1. PEDRO

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CAPÍTULO XIII. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 1. PEDRO

Continué trabajando en la fonda de doña Malena. Sabía que podía conseguir otro empleo mejor, pero no quería que nadie supiera mi historia, ni dar explicaciones sobre mi vida. Aún no estaba preparada para hacerlo.

El trabajo en la “Bacubirito” era pesado a veces, pero nunca aburrido. Me permitía conocer a muchas personas; algunas trabajaban en las tiendas cercanas, otros eran viajeros de paso; mucha era gente de ranchos o pueblos cercanos que acudía con cierta frecuencia a la ciudad.

Me gustaba servir a los comensales; ser atenta y educada con ellos. No importaba que fueran rancheros o trabajadores. Algunas veces había clientes que malinterpretaban mi atención y creían que podían obtener algo más. No me refiero a los señores que te toman brevemente de la mano o de la cintura, no, me refiero a los que te agarraban y no te querían soltar, a los que deslizaban la mano más debajo de la cintura, a los que se ponían a sobar. La mayoría de las veces una mirada seria de advertencia bastaba para ponerlos en su lugar; con otros era necesario advertirles que si no tenían quietas sus manos terminarían con el plato de comida en la cabeza.

Una vez, un cliente ignoró todas las advertencias y quiso lucirse ante los amigos que lo acompañaban y, al terminar de tomar su orden, me despidió con una fuerte nalgada, yo de inmediato intenté darle una cachetada, pero él me agarró la mano y se empezó a reír. Yo luchaba por soltarme, cuando vi que una gran cuchara de madera, embarrada de mole, se estrelló contra la frente del tipo. Era doña Malena, quien agarró a cucharazos al señor, al tiempo que le decía:

—¡Cabrón desgraciado! ¡Ve a darle nalgadas a tu chingada madre! ¡Ponte con un hombre, en vez de estar molestando a indefensas mujeres como nosotras!

El pobre hombre tuvo que salir huyendo, con la camisa y la cabeza manchadas de mole, mientras sus amigos se morían de la risa.

—Y ustedes… ¿Comen o se largan? —les preguntó doña Malena.

—Claro que comemos, señora —respondió uno—. No queremos molestar a indefensas mujeres. ¿Verdad, amigos?

Todos empezaron a reírse de nuevo, hasta que doña Malena los aplacó con la mirada y les dijo:

—¡Pero una cosa les advierto! Les voy a cobrar el platillo de aquel pendejo. Pa´que aprendan a escoger a sus amigos.

A la fonda iban muchos hombres que mostraban interés en mí, pero eran casados, o eran viajeros de paso que buscaban una aventura, o era muy jóvenes, o muy viejos, o muy chaparros... Solamente hubo uno a quien llegué a tomar en serio. Era un hombre alto, fornido, de cabello negro rebelde y bigote y cejas pobladas. Por el traje barato que usaba adiviné de inmediato que era profesor.

Empecé a poner atención en él cuando advertí que se cohibía en mi presencia. Creo que me gustaba porque tenía un aspecto muy serio, pero a la vez inocente. Como si fuera un niño grandote. Hasta la cuarta o quinta vez que fue, se armó de valor para preguntarme mi nombre y de dónde era. Le respondí con las mentiras habituales: María Regina Herrera Moro, Concepción del Oro, huérfana. Me dijo que él se llamaba Pedro, que también había perdido a sus padres en la Revolución y lo había cuidado su abuelita, pero ya había fallecido y ahora vivía solo.

Tal y como supuse era profesor de primaria y trabajaba ahí cerca, en el barrio de El Montecillo. En lo que me equivoqué totalmente fue en la edad que le calculé. Pensé que tenía treinta, pero tenía veinticuatro ¡cinco menos que yo! Cuando me preguntó mi edad le mentí. Le dije veinticuatro y me respondió:

—Creí que eras más joven.

No supe cómo interpretar eso: si era que me veía físicamente más joven, o él no esperaba que fuera tan vieja, pero no quise pensar en eso.

En un principio iba a la fonda una vez por semana, luego empezó a ir más veces. Era evidente que tenía interés en mí. A esa hora ya había poca clientela, y a veces podía sentarme a platicar un rato con él. Me gustaba la pasión con la que hablaba de los niños a los que enseñaba.

El Montecillo era uno de los barrios más pobres de la ciudad, y sus alumnos no tenían lo indispensable para acudir a la escuela. Eso me recordaba cuando yo daba clases a los niños del catecismo en Saltillo. Sentía mucha ternura por la manera en que quería y se preocupaba por sus alumnos, creo que pocos profesores en México son así.

Un día de mayo llegó con un ramo de claveles rojos, de papel crepé, con pistilos de fibra de ixtle. Le pregunté para quién eran y me dijo que en su escuela se había organizado un pequeño festival por el Día de la Madre, y que muchos niños no tenían un regalo para dar. A él se le hacía muy feo eso, por eso había mandado hacer tres docenas de claveles rojos, para que cada niño le diera un pequeño regalo a su mamá. Me conmovió tanto ese detalle que casi me puse a llorar. No recordaba que, cuando yo fui niña, hubiera festivales en honor a las madres. No sé cuándo se instituyeron.

Otro día llegó con un rollo de papel, como de un metro de ancho, que un amigo que trabajaba en un periódico le había regalado. Mientras le servía la cena, se puso a cortar, doblar y ensamblar hojas de papel, y me mostró, orgulloso, los “cuadernos” que pensaba hacer a sus alumnos. El problema era cómo sujetar las hojas. Yo le sugerí que se podían coser con aguja e hilo y le ofrecí mi ayuda para hacerlo en casa. Al día siguiente me llevó dos o tres docenas de esos cuadernos, y al día siguiente se los regresé cosidos. Después de tantos años, aún me siento orgullosa de haber colaborado en la educación de esos niños.




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