CAPÍTULO XIV. EN SALTILLO PARTE 1. LOS NIÑOS DEL CATECISMO
Como yo tocaba el piano bastante bien, la madre Martha Magdalena me asignó a la tarea de acompañar y ensayar a las hermanas que cantaban durante las misas y los rezos. También me encargaron colaborar con el catecismo de los niños. Yo había querido estudiar para profesora en la Normal de Coahuila y me gustaba trabajar con niños pequeños. Cuando estuve de novicia en el convento de las inmaculadas les ayudaba con las niñas pequeñas, pero nunca había estado con niños y niñas como los que venían al convento al catecismo.
En el ambiente en que yo crecí no había niños como ellos; nunca conocí niños pobres y morenos. Reconozco que crecí con muchos prejuicios sociales y raciales. Siempre me dijeron que "esa gente" era pobre y atrasada por flojos y apáticos. Que no les importaba su futuro.
Con los niños que iban al catecismo al convento, me di cuenta que lo único que querían y necesitaban era recibir una educación que les diera la oportunidad de salir de su pobreza y atraso. La mayoría de esos niños iban a alguna de las escuelas públicas de Saltillo; muchas de las niñas no asistían a la escuela. Algunas sólo acudieron dos o tres años, por lo cual apenas sabían leer y escribir. Yo, además de catequizarlos, procuraba que practicaran la lectura y la escritura, las reglas de ortografía, las tablas de multiplicar y el civismo.
Sentía mucha ternura cuando veía a esos niños, con sus pantalones y vestidos todos remendados; con sus piecitos descalzos o con viejos huaraches de cuero; pero lo que más me partía el alma era el hambre atrasada que traían siempre. Un día no alcancé a comer y llegué al catecismo con una taza de café negro y un bolillo, para comérmelo "chopeado" en el café. Cuando me comí el primer trozo de bolillo remojado, me percaté que los niños no quitaban la vista del pan, mientras se les hacía agua la boca. El café estaba dulce y el bolillo estaba suave, pero me supieron a hierba seca y amarga.
—¿Quién quiere un pedacito de pan? —pregunté.
Los niños me miraron con cara de ansiedad, pero ninguno contestó.
—Vamos, que no les de pena. Lo traje para compartirlo. ¿Quién quiere un trago de café? Está muy dulce.
Un niño pequeño empezó a levantar tímidamente la mano, pero, Alicia, su hermanita mayor lo detuvo y dijo:
—Gracias, madre. Acabamos de comer. ¿Verdad que sí, Juan Carlos?
El mentado Juan Carlos volteó a ver a su hermana Alicia, como diciendo: ¿Comer? ¡No es cierto!, pero una mirada de la niña hizo que Carlos se pusiera a ver el piso, mientras lo tallaba con su pie descalzo.
Me di cuenta que estaba haciendo las cosas de la manera equivocada. Por más hambre que tuvieran los niños nunca iban a aceptar o solicitar comida, porque en su casa siempre les advertían: "Mucho cuidado con andar enseñando el cobre", "cuidadito con enseñar la oreja", o "ay de ti donde me digan que andas de pedinche".
—No me entienden —les dije a los niños—. Este pan lo traje para premiar a los niños que sepan la respuesta. Si la saben levanten la mano. Una pregunta fácil: ¿Cuáles son los siete días de la semana?
Todos los niños levantaron la mano.
—A ver, Juan Carlos. ¿Cuál es la respuesta?
—Lunes, martes, miércoles, jueves, viernes, sábado y domingo.
—¡Muy bien, Carlitos! Ven por tu premio.
El niño, prudentemente, volteó a ver a su hermana Alicia, y ella asintió con una sonrisa. Se acercó Carlitos y le di un pedazo de bolillo mojado con café.
Me hubiera gustado haber tenido una canasta de bolillos y una olla de café para que alcanzaran todos, y no sólo un pedazo de pan, sino una pieza entera. Repartí el bolillo en pedazos, eligiendo a los niños que veía con más hambre. Para el último pedazo, y los restos del café, hice la última pregunta, sabiendo de antemano quien me daría la respuesta:
—¿Quién me puede decir completa la tabla del nueve?
Todos los niños pusieron cara de desilusión, excepto Alicia, quien rápido levantó la mano y, a una señal mía, empezó:
—Nueve por uno nueve, nueve por dos dieciocho, nueve por tres veintisiete, nueve por...
Sé que a Alicia nunca se le olvidará ese pan remojado con café negro.
En el convento hacíamos las ostias para todos los templos de la diócesis de Coahuila, y los fragmentos que no servían, las monjas los ponían en alcatraces de papel y se lo vendían a los niños. Yo los sacaba a escondidas y se los regalaba. A veces tomaba piloncillo de la cocina y le daba un pedacito a cada uno. Cuando podía mandaba comprar bolillos o colaciones y los repartía como premios entre los niños. Todavía me da mucho coraje cuando recuerdo que, tiempo después, una religiosa me acusó de que yo hacía negocio con los niños ¡Que les vendía pan y dulces! ¡Carajo! ¡El león piensa que todos son de su condición!
Un día los puse a cantar un himno a la Virgen de Guadalupe y se me ocurrió que se podría organizar un pequeño coro infantil. Los ensayé con un par de canciones durante varios días, y luego invité a la madre Martha Magdalena para que los escuchara y, emocionada, le expuse mi proyecto. Ella me respondió que muchas personas considerarían que el canto era una pérdida de tiempo para los niños, pero que, si ayudaba a evitar que anduvieran de traviesos en la calle, era una gran idea.
Se formó, entonces, el coro infantil "Voces del Tepeyac". A estos niños y niñas no sólo les enseñaba cantos religiosos, sino también algunas pequeñas piezas semi clásicas y canciones populares mexicanas y españolas. Me sentía muy orgullosa de los resultados, y recibía comentarios muy halagadores sobre el coro. Incluso el señor obispo nos felicitó por "tan magnífico conjunto de voces celestiales", y continuamente solicitaba la presencia del coro en diversos eventos. También me sentía orgullosa porque me di cuenta que los niños mejoraron notablemente su conducta y, en contra de los pronósticos negativos de algunas personas, no descuidaron sus deberes escolares, al contrario, empezaron a obtener mejores calificaciones en la escuela.