CAPÍTULO XV. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 1. A LA CAMA CON PEDRO
Si Pedro hubiera ido a buscarme el lunes a la fonda, quién sabe que hubiera sucedido, pero no lo hizo. Tampoco fue el martes. Fue hasta el viernes. Me dio gusto verlo llegar y sentarse a la mesa. Me acerqué y lo saludé:
—¡Buenas noches, Pedro! ¿Cómo has estado?
—Bien. ¿Y tú? —me respondió, con sonrisa triste.
Me hubiera gustado decirle que me sentía sola sin su compañía, pero no lo consideré prudente. Solo le dije:
—Gracias a Dios bien. Con mucho trabajo.
—¿No has cambiado de opinión? —me preguntó tímidamente.
No resistí el impulso de acomodarle el pelo, mientras le respondía:
—No, Pedro. Lo siento.
—Ni modo —me dijo—. Tenía la esperanza de que…
Se interrumpió y se quedó callado, mirando al suelo.
—Te ofrezco de cenar —le dije.
Volteó y me miró. Sonrió triste, pero respondió:
—Sí. Me gustaría mucho.
Le serví de cenar lo mejor que había. Me dio gusto darme cuenta que mi negativa a casarme no le había quitado el hambre. Me senté un rato con él y le pregunté por sus alumnos. La cara se le iluminó cuando me empezó a platicar de ellos y del concurso de lectura de rapidez que estaba organizando. Al terminar de cenar me preguntó si me encaminaba a mi casa. Yo le dije que ya era tarde, que se fuera a la suya, porque al día siguiente tendría cosas que hacer.
A la semana siguiente volvió a ir. Llevaba una pieza de tela blanca en una bolsa. Cuando regresé con su cena lo encontré tratando de cortar un cuadrado de tela con unas tijeras. Le pregunté para qué era y me dijo que para que sus alumnas hicieran una servilleta de tela para regalar a sus mamás el diez de mayo.
—Presta acá. Yo te ayudo mientras tú cenas —le dije.
Era de esas telas que se cortan fácilmente con la mano, y en un dos por tres le corté la docena y media que necesitaba.
—¡Listo! —le dije—. Nada más les pides a tus alumnas que la bastillen, para que no se les deshilache.
—Qué hábil eres para eso… ¿Cómo crees que la puedan adornar? —me preguntó tímidamente.
—¿No habías pensado en eso? —le pregunté.
—No —me contestó, con cara de niño regañado—. No se me ocurre nada y no conozco a ninguna mujer a quién preguntarle.
—No te preocupes —le dije, mientras le acomodaba el cabello—. Me voy a llevar una servilleta y luego te la traigo terminada para que la veas.
Dos o tres días después llegó a cenar y le mostré la servilleta terminada. Fabi me la bastilleó con su máquina de coser; yo recorté un corazón de tela y lo cosí a la servilleta con punto de cruz. También recorté y cosí las letras que decían “PEDRO”. Se lo di junto con una bolsa de retazos de tela que me dio Fabi; le dije que eran para que las niñas recortaran un corazón y las letras de la palabra “MAMÁ”. Cuando vio la servilleta con el corazón y su nombre me preguntó:
—¿Tú me quieres, Regina?
Yo le contesté con toda sinceridad, mientras le acomodaba el pelo rebelde.
—¡Claro que te quiero, Pedro! Y mucho. Pero por eso mismo no me caso contigo, porque no te quiero echar a perder la vida.
Pedro continuó yendo a visitarme y a cenar, o a cenar y visitarme, regularmente, y me daba mucho gusto verlo. Siempre lo recibía o lo despedía acomodándole el pelo. Me dije a mí misma que, si para diciembre no me casaba, me metería a la cama con él.