CAPÍTULO XV. EN SAN LUIS POTOSÍ PARTE 3. REGRESA EL CORONEL
Creo que la explicación de Altagracia, sobre el coronel, no me tranquilizó, porque frecuentemente me parecía ver pasar su camioneta o distinguir su figura en una esquina, pero pensé que era mi imaginación y decidí no darle importancia.
Varias semanas después, una mañana que estaba en casa, antes de ir a trabajar, oí que tocaban la puerta. Pensé, por la hora, que sería Fabi o una vecina, y abrí en bata, pues acababa de bañarme. Me sorprendí al ver que en la puerta estaba el coronel, quien me sonreía confiado.
Instintivamente me cercioré de que mi bata estuviera bien cerrada, pero no supe reaccionar bien:
—Altagracia no está –dije, señalando el interior de la vivienda, para que viera que era cierto, pero parece que lo interpretó como una invitación a entrar y así lo hizo. Desafortunadamente, había llevado a Romi a casa de la portera, para que la cuidara mientras me bañaba.
—Ya lo sabía —me contestó el coronel, sin dejar de sonreír—. ¿Me regalas un poco de agua?
Fui a la tinaja y le serví un jarro con agua. Al voltear me di cuenta que había entrecerrado la puerta que yo había dejado abierta. Le di el jarro y él se tomó el agua. Yo no lo miraba a los ojos, trataba de ver cómo me podía acercar a la puerta, pero su cuerpo se interponía en mi camino. Trataba de mostrar fortaleza y seguridad, pero sentía que no lo estaba logrando.
El coronel terminó de beber, puso el jarro en la mesa y dijo:
—No vengo a buscar a Altagracia, te vengo a buscar a ti.
Al decir esto, pude percibir que él había perdido un poco la seguridad inicial. Seguía sonriendo, pero había algo de ansiedad en su mirada. No respondí.
—Desde que te conocí, no dejo de pensar en ti —me dijo.
—Por favor, váyase —le dije sin verlo a la cara.
—No, hasta que me digas cuando te veo.
—Nunca —le respondí, sin voltear a verlo.
Por su expresión, me di cuenta que no esperaba esa respuesta.
—¿Por qué no? —preguntó—. Altagracia y yo no tenemos compromiso —agregó.
—Porque no. Porque no quiero —respondí.
Repentinamente, el coronel extendió sus brazos y me sujetó. Me estrechó contra su cuerpo y pegó su cara a mi cabeza, y murmuró en mi oído:
—¿Por qué no? ¿No ves que me estoy muriendo por ti? —preguntó—. Tengo dinero —agregó.
Cuando dijo eso, entendí la situación: el coronel pensaba que yo era una mujer que buscaba dinero.
—Coronel… —le dije.
El coronel me miró a la cara, sin dejar de abrazarme, y esperó a que yo hablara.
—Coronel —le dije tranquilamente, mirándolo a los ojos—. Usted se equivoca conmigo. Me ofende al pensar que soy esa clase de mujer. Soy una mujer decente. Soy una señorita.
El abrazo del coronel perdió fuerza y me soltó. Retrocedió un par de pasos y me dijo, mirando al suelo.
—Usted disculpe, yo… yo…
No supo o no pudo terminar la frase y salió de la casa.
Cuando el coronel se marchó me senté ante la mesa de la cocina y no supe que pensar, pero decidí que no le contaría a Altagracia el incidente.
A partir de ahí, ya no me parecía imaginar que veía su camioneta pasar por la calle, o que lo veía en una esquina. No imaginaba eso: lo veía. Cuando iba al trabajo veía su camioneta estacionada, o venir hacia mí, pero al estar cerca, el coronel agachaba la mirada. Algunas veces, al salir del trabajo, su camioneta estaba estacionada por el lado de la acera dónde yo iba a pasar, pero me cruzaba a la otra acera. Algunas veces estaba de pie, recargado en su camioneta, pero no se atrevía a hablarme. No sabía qué esperar de él. A veces me daba miedo, a veces me daba curiosidad.