Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XVI.1 LA CHINGADA VENTANA

XVI.1 LA CHINGADA VENTANA

El primer conflicto que tuve en el convento fue por culpa de una ventana. ¡Sí! De una chingada ventana.

En el convento de las Adoratrices del Tepeyac, a diferencia del de las inmaculadas, las religiosas no teníamos celdas individuales, a excepción de la madre superiora, la vicaria general y la madre ecónoma. Todas las demás religiosas teníamos celdas compartidas para tres o más hermanas. Jamás se permitían dos religiosas en una sola celda. La madre vicaria decidía cuáles religiosas debían compartir cada celda. Yo compartía celda con otras tres religiosas.

La celda tenía una ventana alta que no permitía ver el exterior a menos que te pusieras de puntitas o te subieras a una silla. Era una ventana de bandera, que estaba descompuesta y no podía estar totalmente cerrada o totalmente abierta; estaba siempre entreabierta. Eso no era problema para mis compañeras de celda, que eran bajitas y pasaban fácilmente por debajo de la hoja de la ventana. El problema era conmigo que, por ser más alta, frecuentemente me pegaba con ella en la cabeza; especialmente en las madrugadas oscuras que nos levantábamos para oír misa.

Cansada de golpearme con la ventana, acudí con la madre vicaria, la madre Carmen, a solicitar que arreglaran la ventana. Ella era una de esas religiosas que rara vez sonreían y cuando lo hacían era sólo a medias. Físicamente era poco agraciada. Una sonrisa franca y abierta la hubiera embellecido mucho; la hubiera hecho agradable, pero no, desperdiciaba su vida con una actitud de amargura y frustración. Eligiendo cuidadosamente las palabras le expuse el problema, mientras ella me miraba impasible. Yo percibía que la madre Carmen, al oírme, tenía su lengua tocando la parte posterior de sus dientes superiores, lista para pronunciar su palabra favorita: ¡No!, y en efecto, me respondió:

—No, hermana Cayetana. A usted la malcriaron, acostumbrándola a todas las comodidades, pero ahora está en un convento y debe aceptar la vida de sencillez y sacrificios que aquí llevamos. Acostúmbrese a eso. De hoy en adelante las cosas van a ser así.

Sabía, por experiencias anteriores, que a la madre Carmen, al igual que a todas las religiosas de mayor jerarquía, no le gustaba que la contradijeran, porque eso lo tomaban como algo contrario al voto de obediencia que las religiosas hacíamos al profesar. En ese sentido la obediencia debía ser ciega y absoluta. Ellas se consideraban infalibles y que, si alguna vez se equivocaban, era de buena fe y sólo a Dios le tendrían que rendir cuentas.

Como supe que esa ventana siempre iba a estar así, traté de mantenerla atorada con un pedazo de madera y tener más cuidado con ella, hasta que una mañana me levanté de prisa, media dormida y me di un santo golpe en la cabeza que me sacó sangre. Recuerdo que sólo murmuré:

—¡Chingada ventana, ya me tiene hasta la madre!

Esa mañana, durante las peticiones en la oración antes del desayuno, tuve la imprudencia de hacer una petición:

—Ruego a San José, patrono de los carpinteros, que conmueva a la persona encargada de arreglar la ventana de nuestra celda.

—Amén —respondieron todas. Algunas de ellas conteniendo la risa.

Ese día, en la tarde, la madre Carmen me mandó llamar a su oficina.




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