XVII.1 ¿QUIERE CASARSE CONMIGO, MARÍA REGINA?
Me estaba preparando para acostarme cuando Altagracia entró y dijo:
—¡Que chulo el coronel! Se desaparece durante semanas y, cuando viene, viene enojado.
Consideré que no debía inmiscuirme en sus asuntos y preferí guardar silencio. Altagracia continuó hablando:
—¿Tú crees? —me dijo—. ¡Se molestó porque fuimos a bailar al Salón París!
—Lamento que por mi culpa hayas tenido problemas con el coronel, pero no hiciste nada malo —le dije apenada.
—No, Regina. Al coronel no le importa lo que yo hago. Lo que le molestó es que te hubiera llevado a ti. ¡Está celoso por ti, no por mí! —me dijo.
—Te aseguro, Altagracia, que yo no le he dado motivo al coronel.
Yo me sentía profundamente avergonzada porque, sin querer, me estaba interponiendo en su relación, y no quería que algo afectara mi amistad con Altagracia, por lo cual decidí contarle el incidente ocurrido en casa y la frecuencia con la que el coronel se aparecía en mí camino.
Altagracia, me escuchó atentamente. Al final sonrió amistosa y me abrazó. Me dijo:
—No, Regina, no debes preocuparte por eso. No te lo tomo a mal porque te conozco muy bien. Tampoco se lo tomo a mal al coronel, porque entre él y yo nunca ha habido un compromiso, y nunca lo habrá porque yo estoy aquí de paso. Ya llegó el tiempo en que debo regresar a mi tierra con los míos. La cuestión es que tú le interesas al coronel, y eso es algo que a mí no me molesta. Es un asunto que tú debes de decidir.
—A mí no me interesa el coronel —le dije a Altagracia.
Eso era cierto. Lo que más me preocupaba era que Altagracia y Romi se tuvieran que ir. Me había acostumbrado a su presencia y no quería quedarme sola, pero entendía el anhelo de ella de reencontrarse con su familia.
Este pensamiento me dominó y me preocupó todo el domingo y todo el lunes. Ese día, al terminar mi trabajo en la “Bacubirito”, encontré al coronel, quien me estaba esperando a la salida de la fonda.
—¿Puedo hablar con usted? —me preguntó.
—Usted y yo nada tenemos que hablar —le respondí, y continué mi camino.
Al día siguiente, martes, estaba de nuevo esperándome a la salida del trabajo:
—María Regina. Quiero disculparme con usted por la manera en que…
No escuché lo demás que dijo o iba a decir, pasé a su lado sin verlo.
El miércoles estaba esperándome. Ya no vestía su ropa de trabajo habitual. Llevaba puesta su chaqueta y sus botas de militar. No pude pasar de largo, pues se interpuso en mi camino y me dijo:
—Soy el coronel José Sacramento Guajardo Vega, y deseo pedir disculpas a usted por la manera tan irrespetuosa en que la traté.
—Acepto sus disculpas, coronel. Es de hombres equivocarse y de caballeros disculparse —le dije, y continué mi camino.
Al día siguiente, jueves, me esperaba de nuevo. Vestido con su uniforme militar completo, al pie de su camioneta, reluciente de recién lavada.
—Me gustaría, María Regina, que me hiciera el honor de dejarme llevarla a su casa —me dijo, al tiempo que abría la portezuela de su camioneta para que yo entrara.
—Se lo agradezco, coronel —le dije, con una sonrisa educada—. Pero prefiero caminar sola.
El viernes no quería ni asomarme a la calle, tenía miedo de verlo llegar, pero doña Malena me dijo:
—Mira, te están esperando.
Era el coronel. Estaba parado en la banqueta. Iba impecablemente peinado y rasurado. Llevaba un traje negro, camisa blanca, corbata oscura y un pequeño ramo de flores en la mano. Al salir se me acercó y me dijo:
—Yo sé, María Regina, que me porté como un patán con usted y quiero pedirle de todo corazón que me perdone. No sé cómo podría seguir viviendo sabiendo que usted me guarda algún rencor por eso. Tampoco sé cómo he podido vivir estas semanas, desde que la conocí, sabiendo que usted estaba tan cerca y, a la vez, tan lejos de mí. Toda mi vida la he vivido buscándola a usted, María Regina, y ahora que la encontré no quiero perderla. No quiero vivir mi vida sin que usted esté a mí lado. Quiero dedicar el resto de mi vida a quererla y cuidarla. ¿Quiere casarse conmigo, María Regina?
Los ojos se me llenaron de lágrimas y se me hizo un nudo en la garganta que me impidió contestar. El coronel se acercó un poco y extendió su mano, pero no se atrevió a tocarme:
—Si le molesta mi petición, María Regina, ya nunca la volveré a molestar.
—Sí… —pude musitar muy apenas.
Él bajó los brazos y retrocedió un paso. Yo continué llorando sin poder hablar, pero escuché decir al coronel:
—Perdóneme, María Regina, no fue mi intención hacerla sentir mal. Nunca más volveré a molestarla —me dijo, y se dio la vuelta para marcharse.
—Sí… Sí me caso con usted, coronel —pude decir al fin.
El coronel se volvió, se acercó a mí y me abrazó. Apoyó su cara en mi cabeza. Yo supe que él era el hombre que me estaba buscando, y a quien yo estaba esperando.