XIX.1 EL REGALO DE BODAS
Al día siguiente sería el último domingo que pasaría en casa. Altagracia me invitó a ir al mercado a buscar unas peinetas para el cabello. Nos metimos a una platería y compró dos hermosas peinetas de plata labrada. De regreso a casa nos sentamos un rato en la plaza y me regaló las peinetas. Yo estaba emocionada, pero le dije que no las podía aceptar, que ya bastante había hecho con regalarme el vestido de boda. Me dijo:
—No es regalo de bodas, tonta. Es regalo de despedida.
—Pero yo no me voy a ir —le dije—. Nos seguiremos viendo todos los días.
—La que se va soy yo —me dijo, viendo a la lejanía—. Desde hace tiempo mi familia me espera en mi tierra.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté.
—Yo lo sé —me dijo—. Me esperan desde hace varios años, pero no había podido ir. Ahora es tiempo.
La abracé y le dije:
—No quiero que te vayas. Te voy a extrañar, pero yo sé lo importante que es tu gente para ti.
Altagracia sonrió y me dijo, señalando las peinetas.
—Quiero dejarte otra cosa.
—¿Qué es? —le pregunté.
—A Romelia —me dijo con seriedad y angustia en la mirada.
—¿Qué? —pregunté, sin creer lo que escuché.
—No la puedo llevar conmigo. No la aceptarían porque no es una yoreme o india de raza pura, es una yori o mestiza. Me puedo quedar con ella aquí, pero tarde o temprano se avergonzaría de mí por no tener padre o por ser hija de una india, y eso no lo podría soportar. Quiero que ella esté en un lugar donde sea aceptada, quiero que ella sea feliz. Si para conseguirlo tengo que renunciar a ella, lo voy a hacer, pero quiero que esté con alguien que la quiera y la cuide y pueda ser feliz. Una vez me dijiste —continuó hablando— que yo no era muy cariñosa con Romi, y es muy cierto, pero no por falta de amor ¡La quiero más que a mi vida! Era para que no se encariñara demasiado conmigo y me extrañara cuando llegara el momento.
—¿Quién es el papá? —le pregunté.
—Era un capitán llamado Andrés Quintero Nava. Fue un hombre que me quiso y me cuidó. Sin querer quedé embarazada de él y, cuando lo mataron, decidí que su bebé nacería y le cuidaría, como una manera de agradecer lo que me quiso y me cuidó; que algo de él perdurara en este mundo. Por eso quiero, Regina, que tú y el coronel se queden con Romi y sean sus padres.
—¿Ya lo sabe Sacramento? —le pregunté, tomándola de las manos.
—Ya, ya lo sabe, y aceptó —me contestó—. Estaba segura que él aceptaría.
No podía negarme. Altagracia me quería y estaba confiando en mí para que cuidara lo que ella más amaba en el mundo. ¡Porque estaba segura de que amaba a Romelia!
Nunca había visto llorar a Altagracia, si es que alguna vez lloró, pero estaba llorando cuando me preguntó:
—¿Aceptas, Regina?
—¡Con todo el corazón, llorona! —le dije.
—¡Perra! —me contestó
—¡Gata! —le dije, mientras la abrazaba emocionada.
Altagracia me dijo que se iría después de mi boda. Que los muebles se los pensaba regalar a la portera, por haber cuidado a Romi, y que la ropa que no se llevara la iba a repartir entre las empleadas de la fonda.
El lunes en la mañana, Altagracia se levantó temprano para ir al trabajo. La oí preparase y despedirse de su niña, con la canción que le cantaba todos los días:
Tosali, Seua, musalamachi,
Inapo henchí musaule
Jegui, Lichi, góquin ne seie,
Lichi musalamachi,
Jáchise jiaua, jítase ustia,
Ínapo henchí amágnaque…[1]
También se acercó a mí y me dijo:
—Ya me voy, Regina. Cuida mucho a Romelia.
Yo, medio dormida, solo gruñí una respuesta y continué durmiendo.
[1] Bonita. Blanca flor,
yo te quiero,
Sí, Chiquita, ven acá,
Chiquita bonita;
Qué dices, que quieres.
Que yo te lo puedo dar.