Me Vale Madre La Voluntad de Dios

CAPÍTULO XXI

CAPÍTULO XXI

Romelia echó de menos a Altagracia y lloraba por ella, pero se acostumbró pronto a su nueva casa y a su nueva familia, en especial a Toñito, quien la subía a un carrito de ruedas y la paseaba por toda la casa. Después de casarnos, Sacramento y yo fuimos y la registramos como hija nuestra. Ya tenía cinco años. Pronto se acostumbró a llamarnos “papá” y “mamá”. Hice que llamara abuela a doña Rita. Quería que tuviera una familia grande, aunque fuera prestada.

A veces me acordaba de Pedro. Me preguntaba que habría sido de su vida; deseaba que hubiera encontrado a la mujer que él necesitaba para que lo cuidaran y fuera feliz. Pensaba en él con el mismo cariño y ternura de siempre, pero no se comparaban con el amor y la pasión que sentía por Sacramento.

Un domingo, paseando con Sacramento, Toñito y Romi por la alameda Juan Sarabia, nos cruzamos con Pedro. Llevaba del brazo a una muchacha. Me dio gusto verlo acompañado. Me saludó con una inclinación de cabeza.

Al llegar a casa, Sacramento me preguntó quién era:

—Un cliente de la fonda —le respondí.

—Parece que ya encontró quien lo peine —me respondió.

Miré sorprendida a Sacramento. Puse cara de seriedad cuando le dije:

—Me extraña, coronel Guajardo, que me pregunte algo que usted ya sabe. Si me lo permite, voy al patio mientras usted hace una lista de todas las preguntas que quiera hacerme, aunque creo que usted ya sabe todas las respuestas.

Salí al patio y me senté en una banca de piedra que había debajo de una madreselva. Realmente no estaba enojada. Estaba intrigada de cómo se había enterado Sacramento de eso. Casi de inmediato llegó con la cola entre las patas, se sentó a mi lado y dijo:

—¿Cómo se llama? Pedro. ¿A qué se dedica? Es profesor de primaria ¿Dónde vive? En El Montecillo. ¿Con quién vive? Solo. No tiene familia.

—¿Está celoso, coronel? —le pregunté, tratando de aparentar molestia.

—Si te hubieras casado con él me hubiera muerto de celos, pero preferiste casarte conmigo —me dijo con una leve sonrisa—. Ahora me da pena, porque su pérdida fue mi ganancia.

—¿Y cómo es que sabe tanto de él, coronel?

—Después de que te conocí en la tlapalería fui a buscarte a la fonda, pero vi que platicabas con él y lo peinabas; decidí investigar quién era —dijo.

No podía creer que Sacramento se hubiera comportado como un jovencito y me hubiera espiado. Me daban ganas de abrazarlo, pero preferí fingir seriedad al decirle:

—¡Ahora resulta que me estuvo espiando, coronel!

—Sí. El problema fue que me di cuenta que no había nada serio entre ustedes y malinterpreté la relación que tenían. Fui a buscarte a tu casa para ver si me podías peinar a mí también, pero me mandaste “a peinar a mi abuela” —me dijo, con tono avergonzado y mirando el piso.

—Eso y más se merecía por haberse comportado así —le dije, tratando de evitar reírme.

—Sí, lo sé —dijo cabizbajo—. Te volví a buscar muchas veces, pero estaba tan apenado que no te podía mirar a la cara. Hasta que platiqué con Altagracia y me dijo: “¡Coronel, déjate de pendejadas! Si quieres lograr algo con Regina debes dejar de comportarte como un hombre y empezar a comportarte como un señor”. Eso hice y por eso te casaste conmigo —me dijo, tomándome de la mano.

Yo retiré mi mano y le dije:

—¿Y usted que dijo? ¡Esta tonta ya me perdonó! ¡Pues no!

Sacramento me miró, preocupado. Me preguntó:

—¿Qué debo hacer para que me perdones?

—Quiero que se disculpe con Pedro —le dije con mirada seria.

—¿En serio, quieres que vaya a hablar con él? —me preguntó.

—No, coronel. Quiero que le mande un paquete de cuadernos y lápices para sus alumnos —le dije sonriendo.

—Por ti soy capaz de construirle una escuela.

Yo lo abracé y lo besé. Sacramento me abrazó y me sentí feliz.

Mi vida de casada era como lo había imaginado. Sacramento se iba a trabajar y yo me quedaba en casa. Realmente no había mucho trabajo, pues doña Rita se encargaba de casi todo el quehacer. Nunca me gustó lavar ni planchar, y tampoco quería que ella lo hiciera, así que le pedí que buscara una sirvienta que se encargara de eso. Lo que si me gustaba mucho era cocinar; siempre procuraba preparar al menos uno de los platillos de la comida y cena. Sacramento comía todos los días en casa y, al terminar, descansaba un poco antes de regresar a trabajar. En la tarde regresaba después de las siete, se bañaba y cenábamos. Después nos quedábamos un rato en la sala. Le gustaba sentarse junto a mí, en el banquito, mientras yo tocaba el piano. A veces me pedía que tocara una polca y se ponía a bailar con doña Rita. No quise que dejara de ir a jugar dominó los miércoles con sus amigos. Me gustaba sentir que regresaba a mí en la noche.

Cuando conocí su casa me sorprendió la cantidad de libros que tenía; llegué a pensar que los compró junto con los libreros, para que adornaran, pero no, los había leído todos y me recomendaba su lectura. En mi casa en Saltillo sí había libros, algunos en francés; me gustaba leerlos. En el convento había unos cuantos libros religiosos que nadie leía. Con Sacramento retomé mi gusto por la lectura. Leíamos en la salita una hora, hasta que Sacramento, con una sonrisa pícara, me decía:




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