XXII.1 VIVIENDO EN EL CONVENTO
La vida en el convento no dejaba tiempo para el aburrimiento; siempre teníamos algo que hacer: rezar, cantar, catequizar niños, planchar y lavar nuestros hábitos y ropa de cama; hacer ostias, piñatas y flores de papel y de cera para arreglos fúnebres, y otras tareas específicas.
El sábado en la tarde, o el domingo en la mañana, podíamos recibir visitas de parientes y familiares. Si eran hombres los debíamos atender en la sala. Si eran mujeres podían pasar al patio, jardines o comedor, pero nunca a las habitaciones, a menos que la religiosa estuviera enferma. Yo nunca recibía visitas. Mi mamá aún estaba en San Antonio, Texas, cuidando la enfermedad de… el señor Saint Jaques. Una vez al mes venía una de las sirvientas de mi hermana Marie Louise; me entregaba un pequeño paquete con una prenda de ropa interior, artículos de limpieza personal, hilos y agujas para bordar y alguna pieza de tela de algodón. Una vez me mandó un pequeño frasco de perfume de violetas, que era mi aroma preferido, pero en el convento se consideraba signo de vanidad y no me permitieron conservarlo; lo entregué a las superioras, quienes lo guardaron bajo llave, en el “ropero de los regalos”. Le llamábamos así porque ahí se guardaban los regalos que no nos permitían conservar y porque de ahí sacaban los regalos con los que la congregación agradecía las atenciones de alguna benefactora. Recuerdo que, tiempo después, una de las religiosas, amiga de la madre Loreto, despedía un aroma a violetas.
A mí me gustaba mucho leer y, ocasionalmente, mi hermana me enviaba algún libro que compartía con la madre Martha Magdalena, pero cuando ella falleció, la nueva madre superiora comentó varias veces, en mi presencia, que el único libro que debía leer una buena religiosa era el Santo Misal. Que ni siquiera debíamos leer la Sagrada Biblia porque no la entenderíamos y la malinterpretaríamos, que por eso se hacían las Lecturas en la misa y los sacerdotes nos las explicaban en su homilía. Fuera de esos, todos los libros representaban “un grave peligro para la salvación del alma”.
Sin embargo, la madre Clemencia nunca me prohibió directamente que leyera libros, hasta que alguien me acusó de tener la novela Santa, que don Federico Gamboa escribió en 1900. Esa novela trata sobre una muchacha pueblerina que es engañada por su novio; su familia la corre de casa y se va a trabajar a una casa de citas. Fue el primer libro mexicano que hablaba sobre la vida en los burdeles y contenía la palabra “prostituta”.
La madre Clemencia casi nunca hablaba directamente con las religiosas, les mandaba el mensaje a través de otra hermana. A mí me mandó decir, a través de la madre Carmen, que a partir de ese día ya no se me permitiría leer libros, y menos como esa novela que contenía una trama y un vocabulario inapropiados para una religiosa. Tampoco libros en francés, que provenían de un “país tan libertino” y “sabe Dios qué cosas inapropiadas contendrían”. Me pidieron que entregara los libros que tenía guardados en mi baúl. No me dio tristeza entregarlos, porque ya los había leído varias veces y no tenía con quién compartirlos. Lo que sí me dio tristeza fue cuando supe que los quemaron en el corral.
Recuerdo que, muchas veces, la madre Clemencia expresó su idea acerca de abrir un colegio para educar a niñas católicas y contar con una fuente de ingresos para sostener al convento y a la congregación. Considero que las mujeres mexicanas necesitan recibir una educación que les permita valerse por sí mismas y ejercer y defender sus derechos, sin tener que estar supeditadas a un hombre, pero me pregunté qué clase de educación podían impartir ese grupo de mujeres que carecía precisamente de eso, de educación. Llegué a pensar que sería preferible que las mujeres no recibieran educación alguna, a recibir una educación basada en falsedades, prejuicios, intolerancias y fanatismos, cuyas ideas arraigarían en ellas y serían muy difíciles de corregir.
En el paquete venía siempre un pequeño sobre con un breve recado de mi hermana Marie Louise, donde se disculpaba por no poderme visitar, pues tenía que ayudar a su marido con su tienda —y con la tienda que les había traspasado el señor Saint Jaques— y atender a sus hijos y su nuevo embarazo. También me enviaba los saludos y bendiciones de mamá, “papá” y Marie Arminde. En el sobre siempre incluía cinco billetes de a peso. Marie Louise me advertía que ese dinero no se los entregara a las monjas. Que ellas cobraban las rentas de la casa de la calle de San Juanito; que ese dinero era “para que me diera mis pequeños gustos”. De nada me servía el dinero; el único gusto que me quería dar no lo podía comprar ni con todo el dinero del mundo: mi libertad. Solo me servía para mandar comprar dulces —a escondidas, con uno de los jardineros— y darles a los niños. Siempre tenía algo de dinero escondido en sitios seguros del convento.
Los domingos por la tarde jugábamos lotería. La madre Clemencia ponía los premios: jabones de baño, medallas o estampas religiosas, pesetas de plata de veinticinco centavos. Cuando ganaba algún premio se lo regalaba a alguna de mis amigas o a alguna religiosa que lo necesitara más que yo. Yo siempre tenía jabones y algo de dinero; las estampas y medallas religiosas no me llamaban la atención. Por andar haciendo eso empezaron a decir que se me hacían muy corrientes los jabones que rifaban, que las pesetas se me hacían muy poco dinero y que solo me gustaban las medallas de oro.