XXIV.1 LOS CAMINOS AL CONVENTO
Una tarde, cuando fui a las porquerizas a echar a los marranos las sobras de comida —entre ellas muchos bolillos y piezas de pan dulce que se hicieron duros—, encontré en la huerta a la madre Natalia. No había tenido oportunidad de hablar con ella y agradecerle su solidaridad. Cuando me acerqué a ella sonrió como siempre, pero trató de alejarse. Yo la detuve y le dije:
—No se vaya, madre. No le he agradecido lo que hizo por mí.
—Nada tiene que agradecer hermana —me respondió con una sonrisa tímida—. Usted me debía un favor que yo no le había agradecido.
Recordé la tarde que la sorprendí tocando el piano y le contesté:
—Si se refiere a lo del asunto del piano, eso no fue un favor. Fue una obligación de respetar sus deseos de privacidad, pero... no lo hizo por eso —insistí—, dígame: ¿Por qué lo hizo?
Se quedó en silencio. Dejó de sonreír y contestó:
—Porque no era correcto. Porque ni la madre Carmen ni la madre Loreto estaban siendo justas con usted.
—Sí, madre —le respondí—. No las entiendo. De niña yo siempre pensé que las monjas eran mujeres bondadosas y comprensivas, pero me equivoqué.
—No. No se equivocó, hermana Cayetana. Somos bondadosas y comprensivas, o al menos lo intentamos —me dijo la madre Natalia, con una sonrisa—. El problema con algunas es que no han aceptado totalmente el camino que se vieron obligadas a seguir.
—¿Obligadas? –le pregunté, con cierto asombro—. ¿Y su vocación?
—Perdóneme, si soy indiscreta, hermana, pero… usted… ¿profesó por obligación o vocación? —me preguntó tímidamente.
—Yo no quería ser religiosa, pero las circunstancias me trajeron aquí —le respondí.
—A eso me refiero, a las circunstancias que nos llevan por caminos cuyo destino no siempre aceptamos.
—Pero creo que las hermanas Carmen y Loreto pudieron buscar otro camino, porque el destino que llegaron no las hace felices, ni hacen felices a los demás —me atreví a replicar.
—Usted es joven aún, hermana, por eso juzga sus circunstancias y las circunstancias ajenas de modo distinto. Debe aprender a ser más comprensiva y a ponerse en el lugar de los demás.
—Disculpe, madre, pero no lo entiendo bien. A ellas y a mí nos obligaron las circunstancias, pero yo busco ser feliz y no hacer infelices a los demás. ¿Por qué ellas no pueden hacerlo?
—Porque sus circunstancias y su manera de ser son muy distintas a las suyas, hermana. Se lo voy a explicar, pero nunca vaya a usar lo que le digo para denigrar a otras personas. Con eso se denigraría a usted misma. Tener dignidad, hermana, consiste también en respetar la dignidad ajena.
Permaneció un rato en silencio y luego continuó hablando:
—La hermana Carmen… tuvo… circunstancias… muy dolorosas. Ella tenía sueños, tenía ilusiones, como los tiene cualquier muchacha. Tenía novio. De esos noviazgos largos de Saltillo. Pidieron su mano. Ella era muy dichosa. Sus ilusiones y sueños quizá se hubieran hecho realidad… —se detuvo un poco, pero continuó— y digo “quizá” porque en esta vida no hay nada seguro, mucho menos en lo referente a los sueños y a las ilusiones, mucho menos los sueños y las ilusiones de una novia que dejan plantada, vestida de blanco, afuera de una iglesia.
Sólo de imaginar la escena sentí una profunda compasión. La pesadilla de cualquier novia era ésa: “quedarse vestida y alborotada”. Sin embargo, me atreví a objetar:
—Pero hay muchos hombres que…
La madre Natalia me interrumpió al decirme…
—No, hermana, para eso no hay hombres, y mucho menos en Saltillo. Cuando plantan a una novia es como si la besara el diablo. Queda marcada para siempre y ningún hombre se le vuelve a acercar, al menos no donde la conozcan. Pero ella estaba amarrada a Saltillo. Estaba amarrada a sus circunstancias… a su destino. Y lo peor no son los hombres. Ellos no son el peor enemigo de la mujer. El peor enemigo de una mujer es otra mujer. Son las que te compadecen, las que te tratan con lástima, las que te dicen “¡pobrecita!”, las que murmuran a tus espaldas, las que hacen bromas de tu tragedia, las que no permiten que ni tú ni nadie olvide lo sucedido…
—Y… a la madre Loreto… ¿también la plantaron?
—No —respondió la madre Natalia; al hacerlo vi como una nube de tristeza empañaba su expresión—. Ella no tuvo la menor oportunidad de tener novio…
—¿Por qué?
—Por fea —murmuró con tristeza—. Como habrás visto, la madre Loreto no es una belleza, pero su fealdad se multiplica con la comparación. Ella nunca fue bonita ni femenina, pero en comparación con sus hermanas quedaba como si fuera la más fea del mundo, al menos la más fea de su mundo. Por eso, en defensa, desarrolló una conducta agresiva y… poco femenina. Una manera de decir: “¡No me importa lo que piensen!”
—¿Son bonitas las hermanas de la madre Loreto? —no pude evitar el preguntar.
La madre Natalia volteó a verme con extrañeza y me dijo:
—Usted las conoce, hermana. Son Aurora y María Auxilio.
De inmediato me acordé de ellas. Eran dos señoras jóvenes que llevaban a vender verduras y hortalizas frescas al convento. Eran muy serias y algo distantes, pero nunca hubiera imaginado que fueran hermanas de la madre Loreto. Eran morenas como ella, pero altas; no era bonitas, pero tampoco feas. Eran simplemente del tipo de mujer que las señoras ricas no contratan de sirvientas en sus casas, porque son mucha tentación para el marido