Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXV.1 EL ALAMBRE DE PÚAS

XXV.1 EL ALAMBRE DE PÚAS

Tuve otra noche de bodas tan maravillosa como la que tuve cinco años antes; ahí volví a quedar embarazada. Yo tenía fe en que el embarazo iba a llegar a buen fin. No le dije a Sacramento, hasta que él notó mi vientre abultado. Se puso muy feliz. Yo creí que él deseaba un varoncito, como la mayoría de los hombres, pero me sorprendió al decirme que prefería una niña.

Una noche de noviembre de 1935, recién había cumplido el séptimo mes de embarazo, estábamos cenando y golpearon a la puerta. Doña Rita nos informó que eran un grupo de soldados que venían buscando al coronel Guajardo. Sacramento salió a atenderlos. Yo tuve un mal presentimiento y salí tras de él, alcancé a Sacramento cuando lo iban a subir a un transporte militar. Los soldados trataron de impedir que me le acercara, pero alcancé a abrazarlo. Me dijo:

—No te preocupes, no pasa nada. Debe ser una confusión. Regreso al rato.

Yo no quería soltarlo, pero Sacramento me dijo:

—Cuídate y cuida al bebé.

El oficial a cargo me permitió darle su chamarra, pues la noche era muy fría.

Estuve esperando en la sala hasta muy tarde en la noche, y no regresó. Doña Rita me convenció de ir a la cama, pero no pude dormir. Cualquier ruido que escuchaba imaginaba que era Sacramento regresando a casa. Amaneció y no regresó.

Temprano en la mañana fui a buscarlo al cuartel; nadie me dio razón de él. Encontré a un militar, amigo de Sacramento, y fue a investigar. Me dijo que no había orden de detención en su contra y no estaba ahí. Fui a buscar a uno de los amigos de Sacramento, el capitán Gerardo García Palos; él se sorprendió de su detención. Me dijo que no me preocupara, que debía ser un mal entendido. Me pidió que me fuera a descansar a casa, que él investigaría y me informaría. Estuve todo el día rezando por Sacramento. En la noche oí un vehículo estacionarse frente a la casa. Corrí a la puerta, pensando que era él, pero era el capitán García Palos.

—Ya localicé al coronel Guajardo —me dijo—. No debe preocuparse. Está…

—¿Dónde está? ¡Lléveme con él! —lo interrumpí.

Doña Rita me tomó en sus brazos, me condujo a un sillón y me dijo:

—Tranquilícese, señora. Le va hacer mal. El coronel está bien. Deje que el capitán nos informe dónde está.

Yo me senté, miré al capitán tratando de ver si me hablaba con la verdad o con una mentira piadosa. Él continuó:

—El coronel fue trasladado a la Ciudad de México. Se descubrió un complot para asesinar al general Saturnino Cedillo, exgobernador de San Luis y actual Secretario de Agricultura. Él acusa al general Manuel Cristo Lárraga de organizarlo.

Yo conocía al exgobernador Saturnino Cedillo. Coincidimos en un par de eventos sociales y Sacramento me presentó con él. No eran amigos, eran conocidos. Al general Lárraga no lo conocía ni había oído hablar de él. No entendía cuál era el problema; Sacramento ya no estaba en servicio activo en el ejército, ni le importaba la política. Por eso le pregunté al capitán:

—¿Qué tiene que ver mi marido en esto?

—Nada, señora. Nada en lo absoluto. El general Manuel Cristo Lárraga anduvo en la ciudad hace un par de meses; casualmente coincidió con el coronel y platicaron un rato, pero nada de importancia —dijo—. Quizás alguien mencionó el nombre del coronel y por eso lo quieren interrogar, pero el asunto se aclarará pronto.

Las palabras del capitán García Palos me tranquilizaron un poco, porque sabía que Sacramento estaba vivo en la capital. Doña Rita me preparó un té de tila para que pudiera descansar.

En la noche soñé con Otilio González. Lo vi vestido de negro, con su mirada soñadora, pero llevaba las manos atadas a la espalda con un alambre de púas. Luego le dispararon y cayó al suelo con los ojos abiertos, como si mirara el cielo. Desperté y no oí roncar a Sacramento en su lado de la cama. Recordé que era la segunda noche que no dormía conmigo. Pensé que, siendo inocente como lo fue Otilio, lo iban a matar como a él, sólo por coincidir con alguien en un lugar. El sólo pensar que ya nunca volviera a ver a Sacramento hizo que me doliera el corazón. En ese momento sentí la primera contracción y grité.

Doña Rita, que estaba velando mi sueño en un sillón, me dijo:

—No puje, señora. No puje. El bebé aún no está listo.

Me mantuve quieta, respirando profundo y tratando de evitar las contracciones. El doctor vino en la mañana; me inyectó y me pidió que estuviera tranquila para que no se adelantara el parto. No podía estar tranquila, si cerraba los ojos veía a Sacramento con las manos amarradas en la espalda con alambre de púas. Pasé mi tercera noche sin él. El amanecer trajo consigo más contracciones. El doctor decidió que no se podía retrasar más el parto y mandó traer a la comadrona. Al final del día todo terminó.




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