Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXVI1. LA PERRA DEL MAL

XXVI.1 LA PERRA DEL MAL

Al principio les perdí la confianza a algunas religiosas; después a la congregación; ahora había perdido la fe en la Iglesia Católica. Debía irme antes de perder la fe en Dios. Debía salir del convento… pero mamá no iba por mí.

Reconozco que profesé en el convento obligada por las circunstancias, pero también reconozco que hubo un período en que me sentí tranquila, casi feliz, tanto que quizá hubiera aceptado complacida mi situación y me hubiera quedado para siempre de religiosa. Llegué a querer a muchas religiosas, como si fueran mis hermanas, y a cuidar el convento como si fuera mi hogar; pero las circunstancias cambiaron y yo cambié con ellas. La madre Clemencia se dejó convencer por las falsedades de las madres Carmen y Loreto y empezó a tratarme como si yo fuera la perra del mal, así que decidí comportarme como si lo fuera. De ahí en adelante me limité a cumplir únicamente mis responsabilidades, sin andar tomando iniciativas que no me correspondían. Recuerdo que mucho tiempo después alguien me dio un consejo: “Nunca hagas lo que no te corresponda porque no te lo van a agradecer, pero el día que lo dejes de hacer te lo van a reprochar”. Me limité a cumplir mis tareas generales en el convento y mis tareas específicas en la cocina.

Cuando mis superioras me pedían realizar otra tarea, les respondía que no me correspondía a mí, o la realizaba intencionalmente mal para que no me la volvieran a pedir —mis flores de papel eran las más feas y mis ostias siempre salían mal hechas­—, o también les decía que no podía —siempre que me pedían tocar el piano, casualmente traía la mano lastimada—.

Dejé de preocuparme por el convento: si veía una lámpara prendida en el día, no la apagaba; si una maceta estaba seca, no la regaba; si encontraba una escoba tirada en el piso, no la recogía; si una puerta estaba abierta, no la cerraba.

Recuerdo que en el convento había dos perritas de raza pequeña que el obispo o una dama benefactora regalaron a las religiosas. Se llamaban Bonita y Abejita. Me recordaban a un perrito pachón que teníamos en casa, pero la mentada Abejita nunca me dejó acercármele; cada vez que me veía se agarraba ladrando histérica. La madre me decía:

—¡Ay, hermana! ¿Qué le hace a Abejita?

¡Nada! Nada le hacía al méndigo animal. Nunca le hice algo malo. A mí me gustaban los perros, pero a ese animal no le gustaba yo.

Todos los días, en verano, pasaba un señor vendiendo helados. Traía un carro tirado por una mula e iba tocando unas campanitas para anunciar su paso. Cuando los perros oían las campanitas, se acercaban a la puerta y empezaban a ladrar porque sabían que las madres iban a salir con dos platitos a comprarles helado. Esas religiosas, que no eran capaz de darle un bolillo duro a un niño con hambre, ¡les compraban helado a sus perros! Un día, la puerta de la calle estaba abierta y la madre portera no estaba a la vista. Esa puerta debía estar cerrada. Pasé por el zaguán, vi la puerta abierta, pero me dije: “No es mi problema”, así la dejé. Seguí mi camino; oí las campanitas de los helados, pero no les puse atención. Luego me enteré que los perros las oyeron, vieron la puerta abierta y salieron. Abejita se puso a ladrarle a la mula que estiraba el carrito de los helados y ésta la mató de una patada. Asustada, Bonita se fue corriendo y nunca la encontraron. Aquí me di cuenta que las madres no eran tan insensibles, sí tenían corazón, ¡cómo les lloraron a las perras!

Pero quedaban otras perras en el convento, y yo era una de ellas. Yo nunca había sido mala ni perversa, pero en el convento aprendí a ser una perra, y como tal me estaba comportando. Cuando pasaba el carro de los helados agarraba un platito y le preguntaba afectuosa a la madre Carmen o a la madre Loreto: “¿Quiere que le traiga tantita nieve, madre?” Nunca me la aceptaron. ¡Ni modo! Entre menos burros más olotes. La compartía con mis amigas. Un día me prohibieron salir sin permiso a la calle. ¡Ni que me fuera a escapar!

No estaba a gusto en el convento y la puerta estaba abierta, pero no me marchaba porque no tenía a dónde ir. Mi mamá y Marie Arminde estaban en San Antonio, Texas. Al esposo de Marie Louise no le daría gusto tenerme en su casa. Podría haber ido con mis abuelos a Arteaga, con mi madrina a la Hacienda de El Saucillo o con alguna de mis tías, pero no podía estar de arrimada con ellos, ni quería provocar un escándalo con mi salida del convento. Además, estaba esperando a que mi mamá fuera a buscarme. Ella lo prometió, o… ¿no lo prometió?




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