Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXVIII.1 DON LUPE

XXVIII.1 DON LUPE

Sólo una vez más volví a buscar a la madre Clemencia. Fue cuando acusaron a don Lupe, uno de los ancianos trabajadores de la huerta, de haber robado una caja con dinero, como cincuenta pesos, de la oficina de la madre ecónoma. Ninguno de los trabajadores de la huerta tenía libre acceso a los edificios del convento, pero coincidió que la caja desapareció un día que la madre Loreto le pidió ayuda a don Lupe para sacar un mueble de su despacho.

Yo me enteré del incidente cuando la esposa del anciano acudió con la madre superiora a solicitar su intervención para aclarar el malentendido, pues ella aseguraba que su marido era inocente. La madre Clemencia se negó a recibirla; le mandó decir que no podía intervenir, pues el asunto estaba en manos del Ministerio Público.

Dicen que nunca debemos meter las manos al fuego por alguien, porque terminamos quemados, pero en ese aspecto yo sí metía las manos por don Lupe, no porque tuviera más de veinte años trabajando en el convento, sino porque me constaba su honradez. Yo guardaba dinero en un hueco oculto en la barda de adobe del convento y, cuando necesitaba dulces para los niños, lo sacaba de ahí y le pedía a don Lupe que me los fuera a comprar al mercado. Era escrupulosamente honrado; siempre insistía en traerme la nota de compra y entregarme el cambio completo. Era tal mi confianza que, con el tiempo, llegué a permitir que el anciano tomara directamente el dinero y nunca faltó un centavo. Pudo haberlo robado y decir que alguien había descubierto el escondite; yo lo hubiera creído, sin embargo, no lo hizo.

Cuando me enteré de la acusación, pensé que él sería incapaz de cometer ese delito y que se estaba cometiendo una injusticia. Reafirmé este pensamiento cuando una religiosa me confió discretamente que había visto a la hermana Adalina enterrar una cajita de madera en un rincón del corral. Fuimos a buscar y encontramos la caja robada, pero estaba vacía.

Decidí ir a hablar con la madre Clemencia. Recuerdo que al entrar a su oficina puse el pasador en la puerta, pues no quería que nos interrumpieran y, sin pedir permiso, acerqué una silla y me senté frente a ella. Empecé a hablar sobre los años que teníamos de conocer a don Lupe, de las constantes muestras de honradez que había tenido, de la falta de indicios que probaran su culpabilidad, del poco espíritu cristiano que mostrábamos al tratarlo de esa manera… La madre Clemencia me escuchó con atención, pero su rostro no expresó emoción alguna. Hubiera querido ver en su mirada alguna señal de compasión, de empatía, de justicia, de duda… pero su rostro se mantuvo impasible; como la de las imágenes de los santos a los que se reza en los templos.

—Usted no conoce a don Lupe —me respondió, después de un largo silencio, cuando comprendió que yo no iba a salir de su despacho hasta no obtener una respuesta—. Él tiene antecedentes que demuestran que no es la persona que usted, hermana Cayetana, tan ingenuamente cree que es.

La respuesta de la madre Clemencia me sorprendió, porque nunca llegué a considerar que don Lupe me hubiera engañado de esa manera. La madre superiora continuó hablando:

—Nos dijeron que don Lupe se robó una cabra de la hacienda de Derramadero, cuando trabajó ahí hace veinte años.

“Nos dijeron…” Debí suponer eso… “Nos dijeron…” La mayoría de las decisiones que tomaban las monjas, en perjuicio de alguien, empezaban con “Nos dijeron…” Estoy segura de que ellas hubieran crucificado de nuevo a Nuestro Señor Jesucristo basándose en un “Nos dijeron…”

—¿Quién les dijo eso? —le pregunté, aunque ya sabía cuál iba a ser la respuesta.

—Eso no importa, hermana Cayetana. Además, eso ocurrió hace muchos años y no viene al caso…

—Desde el momento en que usted está tomando eso como un antecedente de don Lupe, claro que importa. Claro que viene al caso.

La madre Clemencia se mantuvo en silencio. Ese silencio por el cual prefieren optar las monjas cuando saben que no pueden rebatir una verdad que se les muestra.

Cuando vio que aún yo no estaba conforme, dijo:

—Además don Lupe tiene problemas económicos. Hace dos o tres semanas le presté cinco pesos a cuenta de su salario.

—El que tenga problemas económicos no asegura que sea un ladrón —le dije. Y si usted le prestó dinero, ya salió de su apuro económico y no tendría necesidad de robar—agregué.

—Lo importante es que a nosotras no nos corresponde decidir —dijo la madre Clemencia, con un ligero tono de impaciencia—. Al Ministerio Público le corresponde investigar para llegar a la verdad.

—¿Les va a permitir que vengan al convento a investigar? —le pregunté.

—Me temo que eso es imposible. Recuerde que esto es un claustro religioso femenino y no podemos permitir la entrada de hombres —me respondió inexpresiva.

—¿Va a permitir que las religiosas puedan declarar sobre el asunto? —agregué.

—¡Por supuesto que no! —respondió—. Nada tenemos que declarar. Al ingresar al convento decidimos abandonar el mundo exterior y no podemos ser parte de un escándalo.

—No le pido que participemos en un escándalo, madre. Le pido que participemos en un acto de justicia —le respondí, mirándola a los ojos.

—Nosotras no decidimos lo que es justo y lo que no es. Eso lo deciden las autoridades y las leyes.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.