Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXX.1 LA GUERRA CRISTERA

XXX.1 LA GUERRA CRISTERA

Jamás volví a hablar con la madre Clemencia. Nunca me volvió a llamar ni yo nunca la busqué. Si por casualidad me la encontraba en los pasillos, desviaba mi camino. En el comedor me sentaba en la parte más alejada de su puesto. En misa, a la hora de darnos la paz, me entretenía con otras religiosas para no darle mi saludo de paz. A ella, a quien llegué a ver como una figura maternal, como la de una abuela cariñosa, y a quien siempre saludaba con un beso en la frente o en la cabeza, jamás la volví a besar.

Mi actitud influenció a otras religiosas. La autoridad de las superioras estaba comprometida, ya no podían disponer de nosotras como sus esclavas. Frecuentemente tenía altercados y enfrentamientos con las superioras o con sus incondicionales, ya sea para defenderme o para defender a alguna de mis compañeras. No podían atacarme porque me cuidaba de cumplir escrupulosamente mis tareas; tampoco podían chantajearme con negarme un permiso o un favor porque nunca los necesitaba. ¿Recibir vistas? ¿De quién? ¿Salir a visitar a alguien? ¿A quién? ¿Mandar comprar algo? ¿Para qué?

Cuando me mandaban hablar la madre Carmen o la madre Loreto y no había testigos, llegaba con actitud retadora e insolente y les preguntaba:

—¿Y ahora que hice?

No encontraban la manera de controlarme, por lo que recurrieron a nuestro director espiritual, el padre Ismael. La primera vez que hablé con él le expuse las injusticias que mis superioras habían cometido conmigo. Se mostró comprensivo y conciliador; prometió hacer algo por mí. La segunda vez su actitud fue muy distinta: me acusó en falso de varias cosas y mintió descaradamente al decir: “¡A mí me consta!” Me decepcionó totalmente, pues nada le constaba. No le podían constar hechos que nunca ocurrieron. Nunca volví a aceptar entrevistarme con él.

No me importó lo que perdía, lo que me temieran, lo que me odiaran. Muchas religiosas se apartaron de mí, pero conservé el apoyo y la amistad de otras, pero eran un apoyo y una amistad a escondidas. No quería que ellas sufrieran represalias por mi culpa.

Quien sabe cuánto tiempo más hubiera transcurrido en esa situación de no haber sido por el conflicto religioso; la llamada Guerra Cristera, que inició a mediados de 1926. Recuerdo que una madrugada, en vez de oír la Santa Misa en la capilla del convento, tuvimos que ir al vecino templo de San José porque el padre Ismael iba a oficiar misa ahí. Nos sorprendió que, a tan temprana hora, la Iglesia estuviera totalmente llena, tanto que tuvimos que subir al coro para poder oír la misa. Más nos sorprendió ver que había unas veinte parejas que iban a contraer matrimonio, pero no iban vestidas de acuerdo a la ocasión. Llevaban sencillas ropas, de domingo, pero sencillas. Fue una ceremonia muy emotiva, pero con algo de tensión en el ambiente. Al terminar la misa, y la boda colectiva, todo mundo se retiró rápidamente, sin las habituales felicitaciones y muestras de alegría propias de una boda.

Cuando regresamos al convento, la madre superiora nos llevó a la capilla; ahí nos anunció que el Episcopado Mexicano había decidido suspender todos los actos de culto religioso públicos para defenderse de los constantes ataques del gobierno hacia nuestra Santa Iglesia Católica, como la destrucción de templos, el cierre de colegios católicos, la expulsión de sacerdotes, los atentados dinamiteros, el encarcelamiento de católicos y muchas cosas más. Nos dijo que esa situación alteraría nuestra vida en el convento. Nos pedía fe y fortaleza para sobrellevar los cambios. Al terminar, rezamos completo el rosario. Recuerdo que yo estaba sinceramente conmovida y preocupada por la situación que se avecinaba.

El primer cambio consistió en que nos pidieron que dejáramos crecer nuestro cabello y lo peináramos con una sencilla trenza. Después nos pidieron que avisáramos a nuestros familiares que nos íbamos a trasladar temporalmente a Del Río, Texas. Casualmente, en esos días, vino la criada de mi hermana, con la habitual carta y paquete. Aproveché para mandarle una carta informando la situación y pidiéndole le avisara a mi mamá de mi nuevo domicilio.

Muchas de las postulantes y novicias fueron retiradas del convento por sus parientes, muy pocas permanecieron en el convento. En la rivalidad entre las madres Loreto y Carmen, resultó derrotada la madre Carmen, quién fue trasladada a Torreón. También trasladaron a las hermanas Angelita y Adalina, pero fue porque las sorprendieron haciendo “cosas” en la huerta con una muchacha que se metía a escondidas para visitarlas. Nunca les caí bien, nunca supe la razón, pero no por eso me alegró su desgracia. Me dio asco pensar en lo que hacían en la huerta, pero, sinceramente, no las juzgo porque no entiendo las circunstancias que las llevaron a tener esa conducta.

Recuerdo que una vez la madre Martha Magdalena me dijo que Dios nos mandaba a esta vida a ser felices, pero sin dañar a las personas, y que, si no habíamos sido felices, habríamos vivido una vida inútil y vacía. Las hermanas Angelita y Adalina a nadie le hacían daño, quizás a las personas no les gustara, o no entendieran, lo que hacían, pero a nadie dañaban. Creo que lo mejor hubiera sido que ellas nunca hubieran ingresado al convento, porque ahí nunca iban a encontrar la felicidad que ellas buscaban. Esa felicidad era más fácil encontrarla afuera, pero no se atrevieron. Ellas, como muchas de nosotras, le tuvieron miedo al qué dirán esas personas que no aceptan que la vida es para vivir y dejarla vivir a los demás.




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