XXXI.1 SE ACABARON MUCHOS NUNCAS
Un par de meses después, Sacramento se resfrió. Cuando pasó el resfriado, continuaron la tos y los mocos. Yo insistía en que fuera al médico, pero él no quería. No le gustaban los médicos ni los hospitales. En quince años de vivir con él nunca se había enfermado.
Un día lo sorprendí en el baño tosiendo y escupiendo flemas con sangre.
—Vamos inmediatamente con el doctor —le dije.
—No es nada importante, amorcito —dijo él.
—Para ti no lo será, para mí sí lo es —le respondí.
El médico que lo examinó le preguntó si fumaba; la respuesta fue negativa. El médico le siguió preguntando cosas. Yo veía que Sacramento se sentía incómodo al responder, pues no le gustaba hablar de lo que había vivido en la Revolución, creo que era algo de lo que no se sentía orgulloso.
Sacramento le platicó al doctor que había pertenecido al ejército casi diez años. La mayor parte del tiempo fue oficial de artillería. Yo siempre lo había imaginado peleando en batallas, a caballo y con un rifle; nunca pensé que era el encargado de los cañones. Antes de la Revolución trabajó un tiempo en la Fundidora Monterrey y de fogonero en el ferrocarril.
El médico tomaba notas en una libreta y yo las tomaba en mi mente. En menos de media hora supe cosas de Sacramento que no me enteré en quince años de matrimonio.
El doctor pidió que se sacara una radiografía de pecho. Yo supuse que tendríamos que ir a Guadalajara o México, pero el médico me sorprendió al decirme que San Luis Potosí fue la primera ciudad de Latinoamérica en tener rayos X.
Cuando estuvo lista la radiografía, el médico nos dijo:
—Hay una mancha en el pulmón izquierdo que confirma mi sospecha.
—¿Cáncer? —preguntó Sacramento, sin darle importancia.
¡Cáncer! Al oír esa palabra sentí que se me cerraba la garganta y algo me oprimía el pecho.
—Podría ser —murmuró el médico—. Todo apunta a ello.
Al día siguiente, cuando Sacramento se fue a la tlapalería, fui a la iglesia y me arrodillé frente al altar. Recé oraciones que hacía en el convento todos los días, pero que ahora tenía medio olvidadas. Le pedí a Dios por Sacramento, pero algo dentro de mí me decía que no me iba a escuchar.
En ese momento empezó un período en que se acabaron muchos “nuncas” que formaron parte de mi vida. Sacramento “nunca” se había enfermado. Sacramento “nunca” se iba a la cama sin decir “ya me voy a acostar antes de que me dé sueño”; a partir de entonces muchas veces estaba tan cansado que simplemente se acostaba y se dormía. “Nunca” había dejado de ir a trabajar, pero a veces aceptaba quedarse conmigo en la tarde y nos sentábamos a leer o le tocaba algunas canciones en el piano. “Nunca” lo había visto triste o preocupado, ahora empezaba a prepararse emocionalmente para su partida. “Nunca” había pensado en que lo perdería y ahí estaba, mirando con impotencia cómo la vida se le iba rápidamente. Solamente persistieron dos “nuncas”: el que “nunca” dejó de adorarme y el que “nunca” lo dejaría de querer.
A medida que su enfermedad avanzaba, Sacramento empezó a pasar más tiempo en casa. No es que se sintiera débil o cansado, siento que quería aprovechar el tiempo que le quedaba pasándolo conmigo. Nunca había hablado de la Revolución y de repente empezó a dejar salir todo lo que llevaba dentro. Quizá no quería llevarlo con él cuando se fuera de este mundo.
Una tarde, nos sentamos en la banca del jardín. Ahí me habló de su papá, que tenía un pequeño rancho en Candela, N.L., que después, por un intercambio de territorios, pasó a formar parte de Coahuila. El rancho no era muy grande, pero estaba pegado al río, por lo cual era ambicionado por muchos. En esa época la Ley de Baldíos autorizaba a las Compañías Deslindadoras a buscar tierras sin dueños, con el propósito de que el gobierno las vendiera a quienes quisieran cultivarlas. La Compañía Deslindadora que operaba en esa región, se interesó en el rancho familiar, pero el padre de Sacramento les mostró los títulos de propiedad que demostraban que no eran tierras baldías.
—Un domingo, cuando toda la familia fue a misa a la iglesia de San Carlos, en Candela, unos desconocidos fueron al rancho y quemaron la casa; en el incendio se destruyó el título de propiedad —contó Sacramento—. Mi papá fue a pedir una copia a la oficina del Registro Público de la Propiedad, pero no encontraron el documento original. Sin el título no podíamos demostrar el derecho de propiedad.
El padre de Sacramento había obtenido el rancho en pago por los servicios militares que prestó al general Porfirio Díaz, durante la Rebelión de Tuxtepec, y viajó a la ciudad de México, donde tenía conocidos que lo podrían ayudar. Logró que el propio don Porfirio Díaz interviniera personalmente y le concedieron un amparo a su propiedad, pero, cuando regresó a Candela lo mataron a balazos en un camino solitario. A su muerte fue muy fácil expulsar a la viuda y a los hijos, y despojarlos de sus tierras.
Se fueron a vivir a Monterrey; Sacramento tuvo que abandonar sus estudios en el Colegio Civil para ponerse a trabajar y mantener a su madre, a su hermana Mariana y sus hermanos Luis y Alejandro, pero era muy difícil para un joven de dieciséis años. Un día, su hermana se cansó de vivir en la pobreza y se fue de la casa con un militar. Un año después, la madre enfermó y murió. Los niños se quedaron a vivir con una tía. Sacramento quedó solo, trabajando en cualquier empleo para sobrevivir.