XXXII.1 PARA UNA PELEA DE RATAS SE NECESITAN DOS RATAS
No tenía a dónde ir. No tenía familia. No quería vivir de arrimada con nadie. Ya tenía casi treinta años, y a esa edad ninguna mujer se casa. Todas las puertas se me habían cerrado, pero aún había una puerta abierta: la del convento. Ésa es la forma en que Dios hace su voluntad: te va cerrando y abriendo puertas hasta que al final solo queda abierta la que Él dispone.
Bajé por la calle de La Cruz, rumbo al templo de El Calvario, allá por la estación de ferrocarril, a la casa donde me esperaban las religiosas. Llegué. Toqué la puerta. No puse atención en quien abrió, sólo recuerdo que me dijo:
—Por fin llega, hermana. La madre Clemencia está muy molesta.
“¿Molesta?” —pensé—. Me gustaría que por única vez no estuviera molesta conmigo. Me gustaría que estuviera preocupada por mí. Me gustaría que me tratara como una verdadera madre a su hija, no como la mía me trató a mí.
No quería que me regañara. No lo podría soportar, al menos ese día no quería. Ese día en que me di cuenta que nada me quedaba en la vida.
Oí su voz desde la sala:
—¿Ya llegó la hermana Cayetana?
Entré a la sala, rogándole a Dios: “Que no me regañe, que no me regañe, que no me regañe”. Pero con sólo entrar y oír su habitual: “Ya me dijeron…”, me di cuenta a lo que me atenía.
—Ya me dijeron, hermana Cayetana, de su vergonzosa actitud con los soldados; que no sólo es impropia de una religiosa, sino también de una señorita de buena familia, tal y como usted dice ser. También me dijeron de lo grosera y vulgar que se portó con la hermana Loreto.
Pensé en responderle: “¿Y qué quería? ¿Qué me portara como una religiosa para que se dieran cuenta que éramos monjas y nos violaran? No me porté como una monja porque no iba vestida como una monja. Me porté como una mujer porque iba vestida como una mujer ¿Por qué mejor no me da las gracias porque, por mi “descaro” y “desvergüenza”, pudimos llegar a salvo a casa?”
No se lo dije porque vi en su rostro el peso de todos sus años acumulados. Porque vi en ella una mujer que no me iba a creer, porque era una mujer que juzgaba al mundo a través de los ojos y oídos de otras personas. No se lo dije porque debía ser humilde, porque debía ser obediente, porque no tenía a dónde ir, porque ya me había resignado a que el convento fuera mi cárcel y mi tumba. Sin embargo, me atreví a replicar en mi defensa:
—Perdón madre, pero las cosas no sucedieron realmente así…
No alcancé a terminar la frase, porque la madre Clemencia me interrumpió molesta:
—¿Cómo que no ocurrieron así? ¡Ahora me va a decir que la hermana Loreto miente! ¿Acaso también miente la hermana Isabel? ¿No se le hace, hermana —continuó la madre Clemencia— que ya es tiempo de que admita sus errores y deje de andar culpando a otras personas?
La hermana Isabel no mintió, sólo contó lo que oyó y lo que vio. La madre Loreto sí mintió; contó sólo lo que le convenía. Me di cuenta que si iba a permanecer el resto de mi vida en el convento tenía que practicar la “humildad” y “obediencia” que tanto valoraban; y si para eso debía ser hipócrita, mentirosa, maledicente, falsa y lambiscona, lo iba a ser. Decidí que iba a jugar con las mismas barajas de ellas y les iba a ganar…
Estaba pensando en eso y no vi entrar a la madre Loreto, quien, presurosa, llegó hasta a mí y me abofeteó, al tiempo que me dijo:
—¿Dónde andabas, desgraciada?
—¡Hermana Loreto! ¿Qué hace? ¡Por el amor de Dios! Ésa no es la forma correcta… —la detuvo la madre Clemencia.
—¡Perdón, madre! Perdí el control —respondió la madre Loreto, bajando la mirada—. Es que estaba preocupada por el Santísimo. Le pedí a la hermana Cayetana que lo trajera con ella, y nada más de pensar que…
Vi a la madre Loreto, con su cabello corto y su vestido de mujer; me asombró su fealdad, pero no la fealdad de su cuerpo, sino la fealdad de su alma. La vi como mi principal enemiga en el convento e imaginé una pelea de ratas; recordé algo que mi abuelito decía: “Para una pelea de ratas se necesitan dos ratas. Tú decides si quieres comportarte como una rata”. A la madre Loreto su fealdad, su amargura y su frustración la obligaron a comportarse como una rata. Yo no quise convertirme en eso. Si hubiera hecho eso hubiera bajado a su nivel. Si me hubiera comportado como una rata, ellas hubieran ganado la pelea antes de que empezara.
Oí el silbato de una locomotora y eso me despertó; me dio impulso y valor para tomar una decisión. Me cubrí la cabeza con el rebozo y lo pasé sobre mi hombro. Miré a la madre Loreto con una sonrisa de tristeza; me encaminé a la puerta, pero ella se adelantó al zaguán y se interpuso entre la puerta y yo.
—¡Dame el Santísimo, chingada! —me susurró colérica. Sus palabras casi fueron ahogadas por el silbato de la locomotora.