Me Vale Madre La Voluntad de Dios

XXXIII.1 EL ANILLO DE ESMERALDA

XXXIII.1 EL ANILLO DE ESMERALDA

Después que Sacramento contó su participación en la Revolución, lo sentí como si hubiera descansado, quitándose un peso de encima. Ojalá hubiera podido quitarse de encima el cáncer que lo consumía, pero las cosas no eran tan simples.

Todos en la familia sufríamos en silencio por su enfermedad, pero en su presencia tratábamos de mantener la entereza. No sabíamos cuánto tiempo iba a estar con nosotros. El doctor decía que era imposible precisarlo a ciencia cierta; podían ser meses o podían ser días.

La única persona que no se dio cuenta de la enfermedad de Sacramento fue Mariana. En su inocencia, no percibía que la insistencia de su papá, de llevarla y recogerla todos los días al colegio, era para aprovechar el tiempo al máximo con ella. Incluso, en muchas ocasiones no la llevó a la escuela, se iban juntos de “pinta” por la ciudad o a pasear por el campo. Un día fueron hasta Santa María del Río, a comprarnos rebozos de colores a mí, a Romi y a doña Rita. Cuando nos los entregaron, Sacramento nos dijo muy serio:

—Son para que los usen en un día especial.

Todas supimos a que “día especial” se refería Sacramento. Doña Rita y Romelia se fueron rápido a la cocina, yo abracé a Sacramento. No quise que Mariana me viera llorar.

Mariana siempre recordó esos días con su papá, paseando en la camioneta.

Una noche, antes de dormir, Sacramento me dijo que ya había confesado con el padre Francisco todos sus pecados. Recuerdo que pensé qué pecados podía tener él, que siempre fue tan amoroso y responsable con su familia, y tan justo y generoso con sus empleados. Me dijo Sacramento que había algo en su vida que lo atormentó desde joven y le impidió encontrar la paz interna necesaria para poder llevar una vida estable; quería contármelo a mí.

Me platicó que, cuando su hermana se fugó con un militar, su mamá quedó desecha y quería encontrarla. Les dijeron que ese militar estaba destacamentado en Saltillo. Dejaron a sus hermanitos, Luis y Alejandro, al cuidado de una tía y fueron a buscar a su hermana a Saltillo. Al llegar a la ciudad, les informaron que el militar andaba de campaña y no sabían cuando regresaría. Nadie les dio razón de su hermana. Decidieron quedarse en Saltillo para estar al pendiente de su regreso. Sacramento consiguió un empleo en una tienda para poderse mantener.

Unas semanas después regresó el militar. La mamá de Sacramento fue y le preguntó por su hija; el militar le dijo que lo había abandonado por otro y no sabía a dónde se había ido. La mujer de un soldado le contó a la señora que había conocido a su hija, que ese militar era casado y que cuando la muchacha lo supo le reclamó, el militar la golpeó mucho y la corrió. Entonces la joven se fue a trabajar a una casa de la calle de Terán.

Sacramento y su madre fueron a buscar a su hija y encontraron que era la calle de los burdeles. En uno de ellos dijeron que una güera, de ojos azules, que se llamaba Meche, había estado trabajando un tiempo ahí y luego se fue de la ciudad con un cliente. No supieron a dónde.

—Hacía mucho frío —contó Sacramento—; mi mamá se enfermó de pulmonía. Se la pasaba preguntando por mi hermana. El doctor le recetó unas medicinas, pero era miércoles y yo cobraba la raya hasta el sábado. Le pedí un adelanto al patrón, pero se negó. Le supliqué que me ayudara, pero no quiso.

Ahí entendí por qué Sacramento era tan considerado con sus empleados del negocio. No quería hacerles lo que le hicieron a él.

Sacramento continuó su relato:

—Ese día, al regresar a la tienda después de comer, me encontré una clienta y me dio cuatro pesos que le debía al patrón. Me dijo: “-Quedé de pagárselos la otra semana, pero voy a salir de la ciudad y regreso hasta dentro de un mes”. Se me hizo fácil, pensé que podía usar ese dinero para comprar las medicinas y reponerlo con la raya del sábado. Estuve toda la tarde esperando que fuera hora de salida para ir a la botica a comprar la medicina. Casi para salir se acercó el patrón y me dijo: “-Me mandó decir doña Jovita que me mandó un dinero contigo”. Metí las manos a la bolsa, saqué los cuatro pesos y se los di. No le quise mentir y le dije: “-Iba a comprar las medicinas para mi mamá. Le juro por ella que se los iba a dar el sábado”. El patrón solo me dijo: “-No te preocupes, te creo. Estás despedido. Vete antes de que llame a los gendarmes.”

Sacramento hizo una pausa. Se le dificultaba respirar. No sabía si era por la enfermedad o por la emoción. Cuando se repuso, continuó platicando:

—El patrón no me pagó los tres días trabajados. Cuando llegué a la casa, mi mamá seguía enferma. Estaba acostada en un petate en el piso, porque no teníamos camas. La única medicina que tomaba eran tés de hierbas que le llevaban las vecinas, pero no era suficiente. Al día siguiente salí a buscar trabajo, pero nadie me quiso contratar. En las noches me acostaba pegadito a mamá, para que no tuviera tanto frío, pero cada día amanecía más enferma. Lo único que había para comer eran frijoles y tortillas, pero no quería comer, sólo preguntaba por mi hermana. El domingo murió, pero alcanzó a darme la bendición. Yo besé su mano y vi su anillo de esmeralda. Quizás eso hubiera pagado su medicina, pero ya era demasiado tarde.




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