Londres, 22 de junio de 2005
—Pato... ¡Ven! ¡Te quiero enseñar algo! —gritó Lucy, abriendo la puerta
de la habitación de su hermana.
—¡Jolín, Nana!, ¿por qué entras sin llamar? —protestó con gesto de
sopor la otra mientras dejaba el espejo que tenía en las manos.
Lucy, al ver lo que su hermana estaba haciendo, se acercó y le dijo
con cariño:
—No te preocupes. Mañana estarás ¡súper! Seguro que el doctor
Jacobs hizo un buen trabajo y no se te notará la cicatriz.
Pato, cuyo nombre era Ana Elizabeth, sonrió. Lo que menos le
preocupaba era llevar un apósito en la frente el día de la boda de Lucy; ni
siquiera si la cicatriz se notaría con el paso del tiempo. Le preocupaba
cómo se había herido. Algo que no había contado.
—Ven, ven, ven... Me acaban de traer el vestido de novia y quiero que
lo veamos juntas.
—¿Ahora?
—Sí, ahora —le exigió Lucy—. Mamá y Elsa lo han subido a mi
habitación y..., y... ¡Venga, vamos!
Dejándose llevar por la euforia de su hermana, Ana sonrió y corrió
hasta la habitación de Lucy. Una vez que llegaron ante la puerta, esta
última se paró y, tapándose los ojos, dijo en tono implorante:
—Abre tú, y antes de que yo pueda verlo, dime si es tan bonito como
lo era la última vez que me lo probé en París.
—Pero Nana... —protestó Ana.
—Hazlo, hazlo, hazlo... Pato, por favorrrrrrrrrrrrr.
Ana, tras suspirar con resignación por el empeño fraterno, abrió la
puerta. Frente a ella, colgado por una percha de la cortina, estaba el objeto
de adoración de su hermana. Su vestido de novia. Durante unos segundos lo
observó, y aunque a ella no le gustaban mucho aquellos trajes tan
pomposos, sonrió. Lucy estaría preciosa con aquel vestido de corte imperio
en color blanco roto.