Frank Barners, un elegante y caballeroso hombre de negocios,
intercambió una mirada con su hija Ana, que le sonrió.
—Creo que tú superas en belleza al vestido, preciosa Lucy —
comentó.
—¡Gracias, papiiiiiiiiiiii! —exclamó la aludida.
—Nana..., no es por nada, pero mira que te gusta que te regalen los
oídos —se mofó Ana ante la lisonja de su padre.
—Pato, ¿celosa? —preguntó Lucy.
Entonces intervino Teresa Domínguez, que mirando a su hija mayor,
soltó:
—A ver cuándo dejáis de llamaros por esos horribles apelativos.
¡Pato y Nana! Cuántas veces os he dicho que os llaméis por vuestros
nombres, Ana Elizabeth y Lucy Marie. —Y sin esperar a que respondieran,
prosiguió—: Por cierto, Ana Elizabeth, ¿te encuentras bien, cariño?
—Sí, mamá. No te preocupes.
—¡Qué fatalidad! Mira que caerte días antes de la boda —se lamentó
la mujer.
Preocupado, Frank se acercó a su hija, y tocándole la cabeza mientras
observaba el apósito que llevaba en la frente y la pequeña hinchazón en el
pómulo, le preguntó:
—No te mareas, ¿verdad?
—No, papá, en serio. Y tú, mamá, tranquila. He hablado con Karen, la
maquilladora, y me ha dicho que lo del pómulo mañana ella me lo
disimula.
—Hija..., lo que nos preocupa es que estés bien —aclaró su padre.
—Lo estoy —respondió sonriendo—. Y mañana para la boda estaré
mejor.
—Por cierto, Ana Elizabeth —dijo su madre, cambiando el tono—,
acabo de hablar con Warren Follen y me ha dicho que no va a venir a la
boda. ¿Tienes tú algo que ver en esto?
La interpelada, retirándose el flequillo hacia un lado, miró a su madre.
—Por supuesto que tengo que ver, mamá. Hemos roto y le he dicho
que no quiero que venga a la boda. ¿Algún problema?
—Alguno no. ¡Muchos!
—Querida... —advirtió Frank a su mujer.
Pero Teresa omitió aquella llamada de atención y gritó, encarándose a
su hija: