partido; además, lo conocemos de toda la vida y sabemos que te cuidará
como a una reina.
Tomando una bocanada de aire, Ana resopló. El maravilloso Warren
sólo tenía de maravilloso el nombre.
—Mira, mamá, ese maravilloso Warren al que adoras —siseó con
rabia— ¡no! entra en mis planes. Por lo tanto, tema zanjado, y no insistas
porque no hay marcha atrás.
Entonces, Teresa se sentó dramáticamente en la silla que había al lado
del vestido de Balenciaga y gimió. Warren era un magnífico candidato para
su hija y no pensaba dejarlo escapar.
Ana, conmocionada todavía por lo ocurrido pero convencida de que
aquél era el mejor momento para dar la noticia que tenía que dar, miró a su
hermana, y ésta asintió. Se puso a su lado y le dio la mano. Aquel gesto a
Frank no le pasó desapercibido.
—Ahora que estamos aquí los cuatro, quiero deciros una cosa
importante.
—¡¿No estarás embarazada?! —la interrumpió su madre.
—¡Mamá, por favorrrrrrrrrr! —exclamó. Y mirándola, le preguntó a
modo de reto—: Y si lo estuviera, ¿qué? ¿Sería un pecado?
—¡Sería vergonzoso! —gritó la mujer, histérica.
—Venga ya, mamá, por favor.
—Dime al menos que es de Warren —rogó, esperanzada.
—No, mamá.
Teatralizando como en las mejores tragedias de Shakespeare, Teresa
chilló:
—¡Por el amor de Dios, Frank! ¡No es de Warren! La niña,
embarazada y soltera. Esto es un desastre. Seremos la comidilla de todo
Londres.
Ana sonrió. Su madre y sus histerismos... Pero al ver el gesto de su
padre negó con la cabeza, y éste, aliviado, asintió. Lucy resopló. Su madre
era una histérica, pero su hermana era una puñetera. Incapaz de quedarse
sin hacer o decir nada, la miró y siseó:
—Haz el favor de no meter más cizaña, monina. Dile a mamá que eso
no es verdad, o le dará un patatús, y en vez de estar mañana en una boda
estaremos en un funeral.
—Escúchame, mamá —aclaró Ana—: no estoy embarazada. Sólo
quería comentaros a ti y a papá que necesito hacer un cambio en mi vida. Y