Melodía de Verano

Prólogo

—Señorita Villamar, ¿podría por favor repetirme las notas con las que armoniza Bach en la primera frase del coral Erkenne mich, mein Hüter? —dice el profesor mientras me saca de mis pensamientos y dejo de mover los dedos sobre el piano imaginario de mi pupitre. La verdad hace 40 minutos no tengo idea de qué diablos me ha hablado en esta agonizante clase.

—¿La menor?

—¡Por el amor a Beethoven! ¡Armoniza la primera frase en DO MAYOR y la segunda en LA MENOR! ¿Dónde ha estado toda esta clase? Terminando la lección, la espero en la oficina. Retírese inmediatamente.

Tomo mi bolso y salgo del aula. No tardo mucho, pues no he sacado ninguna libreta en toda la clase. Me dirijo a la oficina por el camino que recorro al menos 3 veces a la semana desde hace un par de meses. Y puede parecer ridículo que a mis 21 años me envíen a la oficina del director cual niñeta de educación básica, pero existe una buena razón para ello.

 

Solía ser una estudiante de excelencia, preparada desde el día en que aprendí a pronunciar mi primera palabra para poder convertirme en una señorita de sociedad cuál siglo XVIII. Mis padres, los dueños de uno de los viñedos más productivos de Madrid, se encargaron de meterme a clases de las bellas artes desde muy chica.

Aprendí a leer a los 3 años. A los 4 comencé con las clases de ballet; a los 7 inicié con el teatro; a los 8 agregué jazz, hawaiano, tap, tango y danza contemporánea a mi currículum; a los 9 comencé a tocar el piano, seguí con el violín a los 10, y canto desde los 12. A los 13 inicié las clases de pintura y a los 15 las de fotografía. De igual manera, aprendí algunos idiomas; inglés, francés, italiano y mandarín. Cabe mencionar que nunca he dejado ninguna de las clases anteriores, sino que conforme agregaba una monería más a mi lista de habilidades, mis horas de descanso disminuían considerablemente, mientras que de manera proporcionalmente inversa aumentaba mi capacidad de organización.

Al cumplir los 18 años hice examen para una universidad de artes aquí mismo en Madrid, justo como fue planeado desde el día en que mi madre supo que tendría una niña. Por lo tanto, al recibir la carta de aceptación en mi cumpleaños número 19, mis padres se sintieron increíblemente orgullosos de su única hija.

Durante esos años, jamás di problema a mis padres, era la mejor de cada clase y seguía las instrucciones al pie de la letra. Prácticamente era un robot con vestido y rizos color castaño cobrizo con las habilidades de los maestros renacentistas.

 

 Al entrar por la puerta, la secretaria de la directora me observa con una sonrisa irónica.

—Elisa Villamar… Y yo que comenzaba a extrañarte. Hace tanto que no te veía. ¿Dos días?

—Hola, Dolores. También me da gusto verte.

—¿Qué hiciste ahora?

—Lo de siempre.—respondo sin prestarle mucha atención. Es una viejecilla agradable, claro, siempre y cuando no me saquen de alguna clase.

—Señorita Villamar, qué sorpresa.—sale la directora de su oficina mientras me mira expectante.

—Directora.—digo solemnemente mientras me levanto del sillón

—Pase.

El profesor aparece unos minutos de silencio incómodo después. Se queja de mi falta de interés en la clase, a lo que la directora dice que no es correcto este comportamiento y que espera que lo rectifique antes de que acabe el año.

«Bah»

 

Durante el primer año de la universidad fue la historia de siempre; obtenía excelentes calificaciones, y no tenía muchas amistades. Fue hasta el segundo año en que decidí rebelarme.

Todo lo visto en aquellos dos años de la licenciatura en artes fue lo mismo; tecnicismos, secuencias y pasos. Nunca existió una clase donde me sintiera libre para expresarme.

Ni en fotografía...

Ni en literatura...

Ni en música…

Ni en pintura…

Ni en ninguna de mis otras clases…

Comencé a sentir la necesidad de hacer cosas distintas de lo que me era enseñado en clase. Necesitaba dejar de memorizar las notas de Mozart o Pachelbel, parar de aprender hasta la más minúscula parte de la vida de Van Gogh o Da Vinci; leer algo distinto de Calderón de la Barca o Lope de Vega.

Dejar de imitar el arte… y hacerla mía.

 

 




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.