Los doctores hablaron con Fred para informarle que James estaría en observación debido al extraño comportamiento presentado ese mismo día, argumentando un posible problema en su sistema nervioso central. Fred permaneció largas horas en la habitación de su hijo, preguntándose si todo aquello tendría algo que ver con su intento de suicidio años atrás.
Ante la sensación de angustia por enterarse de la situación de su hijo, con la mezcla de culpa por su propia debilidad al ser incapaz de sacarlo adelante tras la muerte de su esposa, el hombre sentía que no tenía un motivo más que estar al lado de James. Siempre dispuesto para atender todo lo que necesitara: desde la más mínima de sus necesidades, hasta aquellos momentos en los que —por capricho— solicitaba de su ayuda para que lo alimentara como a un bebé.
En la blanca pared que daba de frente a la cama de James había un reloj plateado que parecía una bella moneda recién fabricada, brillando con la luz de los focos del techo. Las manecillas doradas de su interior marcaban las nueve con tres minutos cuando la alerta resonante, que servía para arrojar una emergencia médica de forma inmediata, hizo a dos enfermeras y un doctor entrar en la habitación de James.
Fred fue forzando a salir del lugar con la taza humeante que llevaba para su hijo, dejándolo afuera de la puerta con las pupilas contraídas y una punzante angustia clavada en el pecho.
En el interior del cuarto podía verse cómo de la boca de James una blanca y espumosa sustancia de apariencia rabiosa emergía, mientras el cuerpo del muchacho temblaba y se retorcía con tal brusquedad que de no estar la cama construida de firme metal, habría sido hecha trizas por el brutal ataque. Los dedos de sus manos y pies se contrajeron con furia estimulando los temblores, la cabeza se le hizo hacia atrás como si tuviera el cuello hecho de goma y el sudor de su frente empapó las sábanas. Tenía el asqueroso sabor oxidado de la sangre torturando a su lengua.
James permanecía en un estado de seminconsciencia a la par que su cerebro sufría lo que él interpretó, delirante, como un corto circuito. Con el poco control que tenía miraba con horror hacia todas partes, con cientos de colores fríos y enceguecedores interponiéndose a la realidad con que luchaba, e incluso las siluetas de quienes le rodeaban se distorsionaron al tomar formas amorfas que lucían como sombras.
De entre la naciente alucinación que comenzaba a consumirle el cerebro, un rostro ya familiar para James se manifestó con increíble claridad, burlándose del dolor que estaba provocándole no sólo en el cuerpo sino también en el espíritu. Y el niño, ese pobre niño que ahora permanecía al lado de la bestia como si de un esclavo se tratara, lucía tan débil y triste como él. Quizá, ese sería su destino.
Fred permaneció deambulando por el hospital a causa del estrés que lo asaltaba, de la misma manera en que las nubes negras invaden el azul del cielo cuando la tormenta amenaza.
El hombre caminada de aquí para allá meneando de vez en cuando la cuchara dentro de la taza de té, casi excavando una zanja en el piso que indicara su continua trayectoria. Desganado lanzaba la mirada hacia los pasillos en espera de una noticia sobre su hijo, pero nadie dio una razón de él por lo que sintió, fueron minutos eternos.
Tres días permaneció el muchacho en observación, siempre al cuidado de su padre que sólo salía del lugar para conseguir algo de comida o para cubrir las necesidades más básicas.
El dolor que le nacía en el pecho de James aumentaba a cada segundo, haciéndole sentir tal ardor en la piel, que hasta el roce de las sábanas le hería; pero no era capaz de decirlo. Un derrame se había presentado en su ojo derecho luego del ataque brutal de la semana pasada. Y ellos, Ana y aquel extraño niño que ahora parecía acompañarla en todo momento, hacía días que no le permitían descansar.
James siempre tenía los ojos cerrados mientras estaba recostado sobre la cama, pero lejos de dormir, permanecía inconsciente. Sentía que flotaba en la nada. En la oscuridad. Y en medio de esa tiniebla, él resplandecía para que seres malévolos pudieran verlo.
Vivía siendo torturado por pensamientos espeluznantes que no podía controlar, pensamientos que no se originaban en su cabeza, pero que se quedaban ahí atrapados. Además de saber que cada segundo de su vida, era vigilado de cerca por aquellos seres.
Cientos de voces se oían tan fuertes en su cabeza, que le habían despertado nictofobia.
En medio de las sombras había escuchado a Fred salir de la habitación, y un par de segundos después los susurros bajaron de volumen hasta desaparecer. Silencio. Apretó más los ojos intentando conciliar el sueño pero no podía. Ana no lo permitía. De pronto, sintió un escalofrío que le recorría la espalda, como alguien lo tomaba por lo pies y lo jalaba lentamente hacia abajo.