Cuando Greyson y Hans pudieron reaccionar, una roja luz parpadeante se interponía al ambiente tranquilo mientras la estrepitosa alarma sonaba a todo volumen. Era increíble la manera en que algunas enfermeras y guardias de seguridad habían comenzado a correr de un lado a otro. Ni el mismo correcaminos podría compararse. Los guardias hablaban por medio de los radios entre ellos, pidiéndose unos a otros bloquear las entadas y salidas.
«Vete» escuchó Greyson una vocecilla de advertencia zumbando en su cabeza. Era la segunda vez que los instintos lo incitaban a huir. Pero antes de poder obedecerlos, el grito aterrorizado de Fred diciendo su nombre le aturdió.
Fred había corrido hasta él empleando toda la energía que a su agotado ser le quedaba, comentándole al borde del llanto que James había escapado de su habitación. Un par de minutos fueron suficientes. El hombre no tenía palabras claras para expresar un posible motivo por el cual James huyó; lo único que sabía, es que se encontraba equilibrado en la cuerda floja del colapso. Quizá, al borde de perderse en las tinieblas.
—¡Ayúdame a encontrarlo, por favor! —suplicó Fred con los ojos llorosos y un nudo ciego en la garganta—. Él… algo quiere hacerle daño a mi hijo. ¡Algo quiere arrebatármelo!
Fred se cubrió la cabeza con ambas manos al instante en que las lágrimas empapaban su rostro. No podía más. Ya había perdido demasiado tiempo en ese asqueroso lugar repleto de olor a enfermedad tratando de aferrarse a una idea que resultaba menos difícil de afrontar, pensando que el problema de James se resolvería con medicación; aunque una parte de él sabía que era estúpido. Cuando miró a la criatura sobre el cuerpo de su hijo lo supo. Supo que aquello no era la muerte yendo a reclamar el espíritu de un paciente moribundo, sino la razón por la que se encontraban ahí. ¡Y él lo ignoró! Ahora tal vez era demasiado tarde para actuar. Fue tan imbécil.
Entre susurros comenzó a implorarle al cielo una segunda oportunidad, un poco de piedad por la vida de su hijo. Pidió perdón cientos de veces a Carol, la madre de James, por haberle fallado al protegerlo. Suplicó y oró desde el fondo del corazón, sin obtener una respuesta de nadie. Cuando Fred alzó la vista para mirar a Greyson en súplica, éste ya se había ido.
—Lo encontrará —susurró Hans al atormentado hombre con una mirada comprensiva, incitándolo a depositar su confianza en Greyson—. Pero usted tiene que ayudarle también. Sé que está cansado, pero debe entender que ahora más que luchar por salvarle la vida, será por salvar su alma. James necesita sentir su amor.
Se detuvo en medio de las ráfagas de frío viento que auguraban tormenta. Dibujó una sonrisa triunfal en los labios de su ahora portador que, permaneciendo en un estado de semiinconsciencia dentro de sí mismo, ignoraba en parte lo que ocurría con el exterior.
Ana, quien ya era capaz de controlar con libertad el cuerpo de James la mayor parte del tiempo, alzó la vista hacia el cielo. Las negras nubes formaban una espiral alrededor de la ciudad, sumergiéndola en una oscuridad que poco a poco era más profunda. El viento se arreciaba o disminuía como a ella le complaciera y, de quererlo, podría cimbrar el suelo con un grito gutural que casi hiciera al hospital venirse abajo. Estaba recuperando su poder.
De entre las sombras una silueta femenina se dibujó. El delicioso aroma a carne putrefacta y sangre caliente y coagulada dominaba en el ambiente. Se arrastraba con el aire adornando la sombra.
—Está casi listo —dijo utilizando la voz murmurante de James. Un ruido sibilante le acompañaba.
—Sólo un paso más —comentó Kenia con una media sonrisa en el rostro cuando la poca luz del sol la iluminó—. Déjamelo a mí.
Kenia dio un paso al frente mientras le entregaba a James el cadáver del conejo, comenzando éste a devorarlo como un león que acaba de recibir la presa cazada por las leonas. La sangre del pequeño animalito se deslizaba por la comisura de los labios de James, embarrando el suelo.
Kenia tenía una mezcla de satisfacción y egocentrismo brillando en sus pupilas al contemplarlo. El simbolismo de alimentarse de aquella manera con ese animal en específico, era muy claro para ella. Mordía y arrancaba la piel con más rencor que hambre.
Víctor fue, en más de una ocasión, la piedra en el zapato de Ana. Ella había creído que después del incendio el chico permanecería atrapado en los confines del paso; el eterno camino que divide la vida y la muerte, en medio de la nada infinita. No fue así. Algo lo trajo de vuelta al mundo de los vivos, para que así pudiera pelear contra ella sin importar que tan fuerte se volviera. Él lucharía al mismo nivel de ella mientras eso estuviera ahí.