Melodías de la noche |sueños oscuros #3|

8° Pesadilla de un adiós

Estaba sentado en el techo de la casa, observando con nostalgia la forma en que el vecindario se sumergía en colores cálidos, entremezclándose en las nubes los tonos del atardecer. No recordaba cómo había llegado ahí ni le importaba, porque anhelaba estar solo con sus pensamientos y todas esas pesadas emociones que le oprimían el pecho.

Podía sentir a una bestia oscura y hambrienta alimentándose de su felicidad, dejando atrás a un remedo de hombre incapaz de sentir algo más allá de ira y depresión.

Desde el cielo unas cuantas gotas cristalinas, frías como el hielo comenzaron a caer. Se deslizaron por su piel mientras el aire lo estremecía, desgarrando su interior también. El cielo se ennegreció con nubes que auguraban lluvia. Quizá deseaba compartir su pesar. O quizá se burlaba de él. Greyson suspiró pesado, de forma inconsciente.

El muchacho tenía los ojos dirigidos al cielo, aunque su mirada veía más allá de ese instante. A pesar del estado casi autista en que permanecía, le era imposible no pensar en el dolor que consumía su alma; mientras tanto, la risa del causante de su drama resonaba desde el suelo cada vez con mayor fuerza. No cabía duda, Nigel era muy feliz al lado de Kenia y eso le dolía mucho más que una patada en la entrepierna.

El hecho de sentir a su bebé creciendo, transformándose en un adulto que pronto no dependería más de él, que formaría una familia para terminar por alejarse de su lado, era la muerte. Y que ese futuro no pareciera lejano, empeoraba las cosas.

Prácticamente había paso casi toda su vida cuidándolo, protegiendo la inocencia del pequeño Nigel con dulces mentiras para no romper esa tierna ilusión. El muchacho solía leerle todas las noches antes de dormir, y se quedaba junto a él cada vez que enfermaba. Años más tarde, cuando descubrieron la buena voz que el niño poseía, entonaba canciones sólo para Greyson.

Nigel llegó para ser la luz que iluminara un camino de sombras y espinas.

La madre de Greyson fue asesinada cuando apenas era un bebé de cuatro años y su padre… no lo recordaba con cariño, pero perderlo a los once años siempre le atormentaba. La culpa por su muerte le escupía en la cara cada vez que Castiel y, por consecuencia él al defenderlo, eran golpeados en el orfanato en que vivieron. Víctor era su mayor centro de apoyo en la adversidad de aquello ayeres y la vida decidió quitárselo también. A veces pensaba que si la vida odiaba a alguien, era a él.

La tarde que Nigel entró en su vida, Hans lo había invitado a comer luego de encontrarlo sobre la tumba de Víctor, empapado y envuelto en una nube depresiva. Cuando lo llevó de regreso al asilo, el entonces niño permaneció todavía un rato dando vueltas alrededor. Hans se había ido, pero él no quería atravesar las puertas de la desesperanza. 

Mientras permanecía afuera, contempló una de las escenas más tristes que había visto en su joven  vida, pero también la que más alegría le dio con el tiempo.

Una pareja de adolescentes se encontraba de pie frente a las puertas de orfanato. La chica sostenía en sus brazos un pequeño bulto. «Aquí sabrán qué hacer con él» escuchó decir al muchacho. Ella depositó el bulto en el suelo y ambos se retiraron casi corriendo al descubrir que Greyson los miraba. Jamás olvidaría sus rostros de satisfacción al quitarse un peso de encima.

Se quedó perplejo. Sabía el significado de esa acción, sin embargo, deseaba estar equivocado. Temeroso de ver la realidad se acercó al bulto, descubriendo con pena que sí, era un bebé de apenas unos meses. El pequeño estaba despierto. Sus ojitos azules como el océano se fijaron en él, mientras una sonrisa se le dibujó en los rosaditos labios.

No podía dejarlo ahí. Tampoco podía hacerse cargo. Optó por la segunda idea. Dio varios pasos dirigiéndose hacia la puerta, apenado por la vida que le aguardaría a ese pobre bebé. Ahí afuera, solo, podría morir de hambre en poco tiempo. O que los perros callejeros lo asesinaran para comer algo en su desesperación por conseguir alimento. O, tal vez, podría caer en manos de un enfermo que decidiera explotarlo, venderlo o violarlo.

Violarlo…

«¡Por favor, déjame! ¡Me haces daño!». Escuchó la súplica no atendida en su cabeza, junto a gritos de dolor. El significado de esa palabra hizo eco en lo más profundo de su ser, cual grito que es dado desde el fondo de una oscura caverna. El dolor, la frustración, la sensación de suciedad se quedaba atrapada en el alma para siempre. En el fondo de la cueva.

El niño se dio la media vuelta y corrió para cargar al bebé en brazos. No pensó en lo que podrían hacerle las encargadas del orfanato por llevar una boca más para alimentar. Y cuando lo pensó, se sorprendió al descubrir que no le importaba. Jamás permitiría que alguien más sufriera algo así. No mientras pudiera evitarlo.




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