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El paso de los años no trajo consigo el alivio que Melody había esperado en secreto. A sus diecisiete años, su vida se había convertido en una rutina mecánica, sin más propósito que la supervivencia. La mansión, con su lúgubre presencia, la mantenía encadenada como si fuera una extensión de su propia desesperanza. Desde la muerte de Vanora y Casandra, y la consecuente sospecha que cayó sobre ella, su lugar en la familia dejó de existir. Ya no era una hija ni siquiera una hermanastra indeseada; era una sirvienta más, una sombra desdibujada entre los muros de piedra.
Ya no compartía la mesa con la familia. Desde aquel fatídico momento, se le asignó un rincón en la cocina, donde comía con el resto de la servidumbre, aunque hasta ellos la miraban con recelo. Apenas si coincidía con Margery y Andrew en la casa; parecían haber perfeccionado el arte de la indiferencia. Su padre, si es que aún podía llamarlo así, había abandonado cualquier pretensión de afecto, reduciéndola a una presencia insignificante.
Elara, en cambio, no había cambiado en absoluto. Ahora con veintisiete años, aún no tenía intención de casarse, algo que, para Margery, resultaba un motivo de creciente irritación. No era extraño escuchar sus discusiones sofocadas tras las puertas de la biblioteca o del salón, pero Elara parecía disfrutar de su posición inamovible dentro de la casa. Su único pasatiempo real era Melody. Cada vez que se cruzaban, la miraba con el mismo desdén y la misma amenaza en los labios:
—Voy a matarte, lo juro. Tal como hiciste con Sophia y Casandra.
Melody había aprendido a ignorarla. Sabía que Elara no tenía el valor de cumplir sus palabras, porque si lo hubiera tenido, ya lo habría hecho hace mucho tiempo. Sin embargo, esas amenazas eran lo de menos. Lo verdaderamente aterrador era lo que ocurría en su propia mente.
Las visiones comenzaron de forma esporádica, en la quietud de la noche, en los reflejos distorsionados de los espejos, en las sombras que danzaban con la luz de las velas. Al principio, eran susurros, ecos en los pasillos, una sensación de presencia inmaterial. Luego, se convirtieron en algo más tangible. Veía a su madre, a Vanora, a Casandra. La miraban con ojos acusatorios, cuestionando una y otra vez la misma pregunta.
—¿Por qué lo hiciste, Melody? —preguntaba Vanora con dulzura en su voz, una dulzura que no encajaba con la expresión de horror en su rostro. En la cabeza de Melody, Vanora vestía el vestido color lima que usaba cuando eran niñas.
—Nos traicionaste —agregaba Casandra, su piel lívida y marchita, como si aún llevara el peso de la muerte sobre sus hombros. Su cuerpo aún cubierto de sangre.
—Eres un monstruo —sentenciaba su madre, la mujer a quien apenas recordaba, pero que en esas visiones aparecía con un rostro tan nítido como el día mismo. Vestida con el blanco vestido del ático.
Al principio, Melody se aferró a la realidad. Sabía que esas imágenes no podían ser reales. Pero con el tiempo, la línea entre lo tangible y lo ilusorio comenzó a desdibujarse. Se preguntaba si realmente las había matado. ¿Era posible? La duda se incrustó en su mente como una espina envenenada. Tal vez, después de todo, sí era un monstruo.
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Era domingo, y como siempre, la familia Santoro se alistaba para ir al culto. Andrew, Margery y Elara se reunieron en el vestíbulo principal, vestidos con sus mejores ropas. Melody, desde la sombra de la escalera, los observó en silencio. Sabía que no la llevarían. Nunca lo hacían. Para ellos, ella era una mancha para la familia, algo que debía ocultarse, no mostrarse al mundo.
—Melody —dijo Andrew, sin siquiera mirarla—, asegúrate de que todo esté en orden mientras no estamos.
Ella asintió en silencio, sabiendo que no había otra opción. No había lugar para ella en la iglesia, ni en la familia. Cuando la puerta se cerró tras ellos, Melody se quedó sola en la mansión, rodeada por el silencio y las sombras.
Después de asegurarse de que se habían marchado, Melody salió al patio trasero de la mansión. El frío de la mañana aún se aferraba al aire, pero ella apenas lo sintió. Caminó hasta la pila de troncos apilados junto al cobertizo y tomó el hacha que había usado tantas veces antes. Sujeta por sus dedos callosos, el mango de madera se sintió como una extensión de su propio cuerpo.
Con un movimiento automático, levantó el hacha y la dejó caer con precisión, partiendo un tronco en dos. El impacto resonó en la soledad del patio. Melody había perfeccionado el arte de cortar leña. Sus brazos, antes delgados y frágiles, se habían fortalecido con los años. Ahora era más hábil, más eficiente. Con cada golpe, sentía cómo su mente se vaciaba, cómo el peso de las voces en su cabeza se desvanecía, al menos por un instante.
Pero no se iban del todo. Nunca se iban.
—Más fuerte —susurró una voz familiar detrás de ella.
Melody se detuvo en seco. Su respiración se volvió errática mientras su mano se aferraba con más fuerza al hacha. Sabía que si se daba la vuelta, no encontraría a nadie. Y aun así, lo hizo. Y allí estaba Vanora, con su vestido lima manchado de tierra, su cabello enredado, sus ojos vacíos y acusadores.
—Si hubieras sido más fuerte, podrías haberme salvado —continuó la figura con una voz que parecía llegar desde otro mundo.
Melody apretó la mandíbula y cerró los ojos con fuerza, sacudiendo la cabeza. No. No estaba allí. No podía estarlo.
Cuando los abrió de nuevo, la figura había desaparecido.
Su respiración era un descontrolado vaivén de jadeos. El hacha temblaba en su agarre. Durante un momento, la necesidad de enterrarla en la tierra, de aferrarse a algo real, la dominó. Pero en lugar de ello, solo volvió a levantarla y a dejarla caer. Una vez más. Y otra. Y otra. Con cada golpe, el mundo a su alrededor se hacía más y más borroso. Solo existía el filo del hacha, el crujir de la madera, la danza rítmica de su propia locura.