Melody

Capítulo 17: El canto de las Wendias.

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La tormenta de la madrugada había dejado el suelo cubierto de lodo y el aire denso con el aroma de la tierra revuelta. Andrew regresó a la casa tras un largo día en la ciudad, su expresión sombría y el abrigo húmedo por la llovizna persistente. Apenas cruzó la puerta de la mansión, el sonido de pasos apresurados en la madera anunció la presencia de Margery y Elara, ambas con los rostros tensos y la piel más pálida de lo habitual.

—Andrew —comenzó Margery, su tono era frío, casi controlado—. Tenemos un problema.

El hombre soltó un bufido y dejó su sombrero en el perchero sin molestarse en mirarlas.

—Siempre hay un problema en esta casa —murmuró—. ¿Qué pasa ahora?

—Los perros. —La voz de Elara tembló levemente, pero mantuvo la compostura—. Los tres han sido asesinados. Alguien los destripó en el patio trasero.

Andrew alzó la mirada con una leve fruncida de ceño. Por un instante, pareció considerar lo que su hijastra le decía, pero su interés se disipó rápidamente. Se acercó al pequeño bar en la esquina del salón y sirvió una copa de licor.

—Entonces, que alguien limpie el desastre —sentenció con indiferencia, llevándose el vaso a los labios—. No es asunto mío.

Margery exhaló con frustración y desvió la vista hacia la ventana. Afuera, la niebla se arrastraba por los jardines como un manto espeso, ocultando las formas retorcidas de los árboles marchitos. En medio de la bruma, un pensamiento inquietante la golpeó de súbito.

—No he visto a Melody desde el culto de ayer —musitó.

Andrew detuvo el movimiento de su mano por un instante, pero luego simplemente dejó su copa sobre la mesa y se dejó caer en un sillón de cuero. No preguntó por su hija, no expresó preocupación. Simplemente aguardó, como si la conversación no tuviera mayor importancia.

El silencio de la madrugada era interrumpido únicamente por el crujir de la leña en la chimenea y los pasos de la servidumbre que terminaban sus últimos quehaceres antes del amanecer. Uno de los sirvientes, un hombre delgado y encorvado por los años, se dirigió hacia el pozo con un balde de madera en una mano y una farola en la otra. La luz temblorosa de la vela proyectaba sombras fantasmales en los enormes árboles del bosque de la propiedad.

Mientras caminaba, notó que el aire se volvía más pesado, más denso con un aroma dulzón, como de flores marchitas y algo más metálico. Su respiración se volvió inestable, pero avanzó hasta llegar al borde del pozo.

Allí, la farola tembló en su agarre.

Sobre la tierra húmeda, rodeada de flores moradas, yacía un cuerpo.

El vestido blanco aún cubría la figura con una pureza macabra, pero la tela estaba teñida de rojo oscuro, adherida a la piel en patrones que parecían antiguas cicatrices. Sus mechones de cabello, ahora cortos, estaban enredados con pétalos de wendias, como si la naturaleza la hubiera envuelto en su abrazo fúnebre. Sus brazos extendidos y su expresión serena contrastaban con la brutalidad de la sangre que la rodeaba.

A su alrededor, crecían más flores moradas: Wendias . Sus pétalos parecían abrazarla, como si la naturaleza misma hubiese decidido recibirla en su locura.

El sirviente sintió cómo su corazón se aceleraba, su piel se erizaba y un escalofrío recorría su espalda. Soltó el balde de golpe, el sonido de la madera chocando contra el suelo retumbó en la quietud de la madrugada. Con el terror oprimiendo su pecho, giró sobre sus talones y corrió de regreso a la casa, jadeando con cada paso. No se detuvo hasta llegar a la puerta de la mansión, golpeándola con fuerza hasta que alguien le abrió.

—¡Señor! —balbuceó, con el rostro desencajado—. ¡Señor Andrew! Tiene que ver esto... es... es la señorita Melody...

Margery y Elara aparecieron en el umbral con rostros confusos. Andrew, al escuchar el alboroto, frunció el ceño y se levantó con desgano. No le gustaba que lo intercedieran de ese modo tan abrupto, mucho menos por lo que asumía eran desvaríos de la servidumbre.

—¿Qué ocurre ahora? —gruñó.

—Por favor, señor... —insistió el sirviente, su voz apenas un susurro tembloroso—. Es la señorita Melody. Debe venir...

A regañadientes, Andrew tomó nuevamente su abrigo y salió con pasos pesados, seguido de Margery y Elara. La neblina espesaba el aire, envolviendo el paisaje en un velo de incertidumbre. Cuando llegaron al claro, la farola del sirviente iluminó la escena.

Andrew se detuvo en seco.

Su mirada descendió lentamente hasta la figura inerte en la tierra.

Margery llegó primera, con un corsé ajustado tan fuerte que sus respiraciones eran superficiales. Cuando vio lo que yacía en la tierra, su rostro se volvió de piedra.

—No puede ser —susurró, su voz desprovista de emoción.

Elara apareció poco después, con los ojos bien abiertos y los labios entreabiertos en un grito ahogado. Sus manos temblaron y se aferró a los bordes de su vestido, incapaz de apartar la vista.

Andrew observó la figura inerte con un gesto indescifrable.

—¿Es... Melody? —preguntó, aunque ya sabía la respuesta.

El vestido era el mismo que había usado en el culto.

Pero la sangre... la sangre no era de ella.

Las sombras en los rincones de la casa parecieron moverse, como si algo más estuviera observando la escena desde la oscuridad, algo que había presenciado cada acción, cada gota de sangre derramada.

Las wendias siguieron floreciendo, creciendo en la tierra húmeda, entre los dedos pálidos de la joven, abrazándola en la única compasión que le había sido concedida en la vida.

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El cielo gris se cernía sobre el cementerio de Pax Villa, una manta de nubes pesadas que amenazaban con descargar su llanto sobre la tierra recién removida. El aire estaba impregnado con el aroma húmedo de la hierba mojada y el incienso que ardía tenuemente en alguna tumba lejana. Frente a la lápida recién erigida, Andrew permanecía inmóvil, con el rostro endurecido y los labios apretados en una línea severa.



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En el texto hay: gotico, suspenso, terrorpsicologico

Editado: 29.03.2025

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