Melrose (vkook)

Cap. 01 ¡Que noche aquella!

1138—Rumanía.

Una sola mirada demasiado complaciente a una mujer pudo causar la perdición de mi alma, pero, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, pude desterrar al malvado espíritu que se había apoderado de mí. Mi vida se había complicado con una vida nocturna completamente diferente. Durante el día, yo era un sacerdote del Señor, casto, ocupado en la oración y en las cosas santas. Durante la noche, en el momento en que cerraba los ojos, me convertía en un joven caballero, experto en mujeres, perros y caballos, jugador de dados, bebedor y blasfemo. Y cuando al llegar el alba me despertaba, me parecía lo contrario, que me dormía y soñaba que era sacerdote. Me han quedado recuerdos de objetos y palabras de esta vida sonámbula, de los que no puedo defenderme y, a pesar de no haber salido nunca de mi parroquia, se diría al oírme que soy más bien un hombre que lo ha probado todo, y que, desengañado del mundo, ha entrado en religión queriendo terminar en el seno de Dios días tan agitados, que un humilde seminarista que ha envejecido en una ignorada casa de cura, en medio del bosque y sin ninguna relación con las cosas del siglo.

Lilith.— Algunos textos defienden que ella fue la primera y verdadera mujer de Adán; pero que su carácter indómito obligó a Dios a recurrir a la costilla Adánica para modelar una mujer antagónica a ésta; Eva.
No obstante, el atractivo casi demoníaco de Lilith embriagaba la razón de Adán y acababa refugiado, casi todas las noches, en sus ardientes brazos. Condenada por su sexualidad, se la considera la "Reina de los Súcubos"

"Sí, he amado como no ha amado nadie en el mundo con un amor insensato y violento, tan violento que me asombra que no haya hecho estallar mi corazón. ¡Oh, qué noches! ¡Qué noches!, mi Dios no me pudo salvar del pecado ni de lo que estoy destinado a ser."

                                                                                          [...]

Caminando por un callejón con apenas la delgada iluminación de la luz de la luna a mi paso en aquella penumbra podría figurar mi camino, la noche ya había caído aproximadamente hace cinco horas, de no haberme desfallecido en la tentación de aquél jugoso vino seco que recorría en mi garganta luego de tan ajetreado día.
Pasé la punta de mi lengua por sobre mis afilados colmillos, aún presenciando el genuino sabor del licor que embrigaba mi noche.

—¡Santo, santo! Seas tu siempre alabado mi demonio, no hay nada más dichoso que la sangre de una virgen en luna llena, dejame chuparte hasta dejarte sin más, oh, bella dama.—

Exclamé al percibir aquél dulce aroma, su esencia vital se refleja tan provocante, tan excitante, tan... Tan ardiente a tal punto de enloquecerme.
Bajé los párpados con lentitud hasta fijar mi vista en el suelo y pintar una sonrisa tétrica en cada extremo de mis belfos, maldecí en voz baja. Unos minutos luego volví a alzar la mirada, pues a través de mis párpados la veía relucir con los colores del prisma en una penumbra púrpura, como cuando se ha mirado al sol. ¡Ah, qué hermosa era! Cuando los más grandes pintores, persiguiendo en el cielo la belleza ideal, trajeron a la tierra el divino retrato de la Madonna, ni siquiera vislumbraron esta fabulosa realidad. Ni los versos del poeta ni la paleta del pintor pueden dar idea. Era bastante alta, con un talle y un porte de diosa; sus cabellos, de un rubio claro, se separaban en la frente, y caían sobre sus sienes como dos ríos de oro; parecía una reina con su diadema; su frente, de una blancura azulada y transparente, se abría amplia y serena sobre los arcos de las pestañas negras, singularidad que contrastaba con las pupilas verde mar de una vivacidad y un brillo insostenibles. ¡Qué ojos! Con un destello decidían el destino de un hombre; tenían una vida, una transparencia, un ardor, una humedad brillante que jamás había visto en ojos humanos; lanzaban rayos como flechas dirigidas a mi corazón. No sé si la llama que los iluminaba venía del cielo o del infierno, pero ciertamente venía de uno o de otro. Esta mujer era un ángel o un demonio, quizá las dos cosas, no había nacido del costado de Eva, la madre común. Sus dientes eran perlas de Oriente que brillaban en su roja sonrisa, y a cada gesto de su boca se formaban pequeños hoyuelos en el satén rosa de sus adorables mejillas. Su nariz era de una finura y de un orgullo regios, y revelaba su noble origen, En la piel brillante de sus hombros semidesnudos jugaban piedras de ágata y unas rubias perlas, de color semejante al de su cuello, que caían sobre su pecho. De vez en cuando levantaba la cabeza con un movimiento ondulante de culebra o de pavo real que hacía estremecer el cuello de encaje bordado que la envolvía como una red de plata. Llevaba un traje de terciopelo nacarado de cuyas amplias mangas de armiño salían unas manos patricias, infinitamente delicadas. Sus dedos, largos y torneados eran de una transparencia tan ideal que dejaban pasar la luz como los de la aurora.




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