Memorias Ancestrales

Capítulo V: La Bastarda de Mistwood (Año 1840, dos años después)

En el lejano reino de Mistwood, donde la magia fluía como un río inagotable y los linajes de hechiceros se protegían con fervor, la luz de la luna se filtraba a través de los vitrales de una elegante mansión. En su salón principal, dos de los más prestigiosos patriarcas de los mágicos se encontraban reunidos, compartiendo copas de vino bajo la tenue luz de un candelabro de cristal. Austin Lester y Skyler Roth discutían con calma, aunque sus palabras encerraban veneno.

—Solo ha sido una deshonra tras otra —murmuró Skyler con desdén, girando la copa entre sus dedos. —Tu hijo Darryl no merece estar junto a una bastarda... y encima híbrida, como lo es Hail.

Austin asintió con una sonrisa fría.

—Tienes razón, amigo mío. Es una lástima que Darryl se vea atado a semejante vergüenza. Pero al menos tu primogénito, Hades, es de linaje puro. Y mi preciosa hija, Alyssa... sería una unión digna de nuestras casas.

—Sería lo correcto —aceptó Skyler, aunque su mirada oscura se clavó en la madera de la mesa. Sus dedos tamborilearon sobre ella, exudando una frustración contenida. —Pero esa maldita bastarda... Desde el momento en que nació le he dejado claro que no es bienvenida. Este no es su hogar, nunca lo será.

Su voz se tornó un gruñido.

—Si sigue aquí es solo por Anette. Si no fuera por ella, esa mocosa ya estaría bajo tierra desde el día que tuvo el descaro de venir al mundo. No es más que un estorbo.

Austin lo observó con una sonrisa ladina y levantó su copa.

—No te preocupes, Skyler. Ya habrá momento para deshacerte de ella, no solo de tu casa, sino de todo el reino. Al fin y al cabo, tú eres la máxima autoridad aquí. Y ella, bueno... ella es lo que llamamos un error.

Las risas de los dos hombres resonaron en la sala, pero afuera, en los jardines, dos pequeñas figuras jugaban sin ser conscientes del veneno que flotaba en el aire.

Bajo la suave luz de las linternas encantadas, Hail y Darryl correteaban entre las flores, sus risas inocentes contrastando con la frialdad de la conversación dentro de la casa. Para ellos, no existía la diferencia entre linajes ni el peso de la sangre. Solo eran niños compartiendo juegos y secretos.

Darryl, con su cabello blanco desordenado y ojos dorados brillantes, reía mientras ayudaba a Hail a recoger unos pequeños cristales mágicos del suelo. Ella, con su largo cabello blanquecino y ojos de un verde esmeralda, lo miraba con gratitud. Aunque muchos la despreciaban, Darryl nunca la había tratado diferente.

Pero la calma se rompió cuando la potente voz de Austin resonó desde la entrada:

—Nos vamos, Darryl. Es momento de volver a casa.

El niño se detuvo y giró hacia su amiga. Le dedicó una sonrisa y colocó uno de los cristales en la mano de Hail.

—Para que no te sientas sola cuando me vaya —susurró.

Hail lo observó con sorpresa y cerró la mano alrededor del pequeño tesoro, sintiendo su calidez. Pero su felicidad se evaporó al ver cómo Austin tomaba la mano de Darryl y lo alejaba sin mirar atrás.

El corazón de la pequeña se encogió cuando la figura de su único amigo desapareció por la puerta. Sus pequeños dedos se aferraron al cristal con fuerza, sintiendo un dolor sordo en el pecho.

Se quedó ahí, en medio del jardín, con sus juguetes olvidados a su alrededor. La soledad la envolvió como una sombra, un presagio de lo que sería su vida en aquel lugar donde nadie la quería, donde su propia existencia era un error para quienes la rodeaban.




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