Memorias Ancestrales

Capítulo VIII: La Noche en que el Rey Cayó

La noche caía sobre el reino de Vesperholt, envolviéndolo en sombras densas y un aire gélido que presagiaba tormenta. Lamia caminaba junto a Onyx por un parque cercano al castillo, pero su mente no estaba en el paseo. Su pecho se sentía oprimido, y la inquietud serpenteaba en su interior como un mal presentimiento.

—No me gusta que Nicholai esté de viaje —murmuró, cruzando los brazos, tratando de contener el temblor en su voz—. No deberían haberlo dejado ir. Si lo descubren…

Onyx la miró con calma, aunque sus ojos grises reflejaban algo más profundo.

—No pasará nada —le aseguró, con una confianza que ella no compartía—. Nicholai es fuerte. Lo dejé ir porque necesita ver con sus propios ojos que los humanos no son de fiar. Que tarde o temprano lo traicionarán… Igual que nos han traicionado a todos.

Lamia bajó la vista, sintiendo el peso de aquellas palabras. Aún recordaba los tiempos en que sobrenaturales y humanos coexistían con una paz frágil, pero eso había quedado atrás. Onyx creía firmemente que su hijo debía aprenderlo de la manera más dura.

—Su futuro ya está decidido. Se casará con la hija de Vladislav. Es la única humana con la que podrá compartir su vida sin peligro.

Lamia suspiró. En el fondo, deseaba que todo fuese distinto.

De repente, un ruido interrumpió la calma de la noche. Un crujido seco entre los árboles. Luego, el eco de pasos apresurados sobre la hierba húmeda.

Onyx se tensó.

—Corre.

Su orden fue firme, urgente.

Lamia giró en dirección al castillo, pero antes de dar siquiera dos pasos, sombras humanas emergieron de la oscuridad. Ojos encendidos por el odio. Antorchas en alto. Cuerdas y armas brillando bajo la luz temblorosa del fuego.

Un escalofrío le recorrió la espalda. Eran ellos.

Los humanos.

Onyx rugió y se lanzó contra los agresores, pero no tuvo oportunidad de pelear. Alguien le arrojó polvo de ajo directamente al rostro. Tosió violentamente, tambaleándose mientras su piel se erizaba con ardor insoportable. Lo redujeron con rapidez.

Lamia intentó huir, pero las manos ásperas de los humanos la sujetaron con fuerza. Su corazón golpeaba con violencia contra su pecho, el miedo retorciéndole las entrañas.

—¡Déjennos ir! —suplicó, su voz quebrada—. ¡No hemos hecho nada!

Pero ellos no escuchaban. Sus ojos estaban llenos de desprecio. De ira.

—¡Los sobrenaturales deben morir! —gritó uno.

—¡Ellos nos han matado por siglos! ¡Es hora de devolverles el favor!

El hedor a ajo se intensificó cuando lo frotaron contra su piel. El ardor era insoportable, quemándole como brasas vivas. La sujetaron con sogas gruesas impregnadas del mismo veneno. Onyx, aún debilitado, forcejeaba en vano.

Los llevaron a un terreno abandonado, una explanada donde el fuego de las antorchas proyectaba sombras retorcidas sobre la hierba seca.

El primer golpe llegó sin advertencia. Una piedra se estrelló contra la sien de Onyx, haciéndolo tambalearse. Otra le golpeó la mejilla a Lamia, haciéndole brotar sangre del labio.

El mundo se volvió una espiral de dolor.

Pedradas. Insultos. Risas crueles.

Lamia sollozaba, cada lágrima quemándole como ácido. Onyx, jadeando, intentaba girarse hacia ella, pero los golpes no cesaban.

—Por favor… —Lamia apenas pudo hablar. Su garganta se cerraba por el pánico.

Alguien sacó una estaca.

Lamia sintió que el tiempo se detenía.

El filo de la madera destelló un instante antes de hundirse en el pecho de Onyx.

Un grito desgarrador perforó la noche.

Ella no supo si fue el suyo o el de Onyx. Tal vez de ambos.

El dolor fue tan profundo, tan insoportable, que su cuerpo dejó de responder. Su mente se nubló. Sintió la madera fría contra su propia piel, el crujido de su esternón al romperse, la agonía cortándole el aliento.

El último sonido que escuchó fue el crepitar del fuego cuando su cuerpo fue consumido por las llamas.

A kilómetros de distancia, en un campamento escolar, Nicholai sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Su cuerpo se puso rígido sin razón aparente, y su corazón dio un vuelco doloroso.

Algo estaba mal.

El aire alrededor se volvió más frío. La luna, alta en el cielo, brillaba con un fulgor enfermizo.

Una voz interrumpió sus pensamientos.

—Alteza…

Nicholai giró, y su mirada se encontró con la de Sebastian, uno de los consejeros de su padre. Pero algo en su expresión no estaba bien. Sus ojos no tenían el mismo brillo de siempre. Su postura era rígida.

—¿Qué ocurre? —preguntó el niño, con la garganta seca.

Sebastian vaciló.

—Su majestad… sus padres… han muerto.

El mundo de Nicholai se quebró en mil pedazos.




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