Lucifer.

Más vale diablo conocido que por conocer, dicen.
Y yo he sido ese diablo: el más difícil de entender,
el que vive entre abismos y espejos rotos,
el que aprendió a amar en la penumbra.

He tenido mil rostros, mil voces, mil silencios.
Pero hay una faceta que no puedo negar:
soy Lucifer, no el condenado,
sino el que busca volver a ser luz.
Una luz nacida del dolor, del cansancio,
de la vida que pesa como piedra en el alma.

He pensado más de una vez en rendirme,
porque la existencia me parece un desastre sin remedio.
Soy creyente de que la vida duele,
de que cada paso arde como fuego,
y aun así, sigo andando.

Mis decisiones son hojas al viento,
planes que se disuelven en el humo del instante.
No por cobardía, sino por cansancio,
por ser ese tonto que siente demasiado,
que promete con el alma y falla con el cuerpo.

Y entonces apareces tú.
Una luz radiante ante mis ojos,
una llama infinita que no quema, sino cura.
Tu amor ilumina los rincones donde mi fe se apaga,
y hasta las almas de piedra encuentran redención
en el eco de tu voz.

No nací para ser santo.
Mi propósito no es brillar en los templos,
sino caminar en la oscuridad,
trabajar por el bien donde nadie mira,
donde los egoístas no se atreven a entrar.
Soy el que entra al abismo
para encender una vela y llamar a los perdidos.

He visto cuerpos desnudos,
he probado tentaciones,
he vivido el ruido del vacío disfrazado de placer.
Pero ninguno de esos infiernos me ofrece paz
como la que hallo entre tus brazos.
Tus besos son la calma que mi caos anhelaba,
tu “te amo” es mi oración más sincera.

Mis alas, rotas por la duda, hoy sanan.
Ya no temo perderme,
porque en ti encontré el reflejo de mi redención.
Dejo atrás el rostro del diablo,
porque ese ya no soy yo.

Hoy soy lo mejor de mí,
porque tú creíste que aún había luz en este cuerpo cansado.
Y si alguna vez fui rey del infierno,
hoy mi cielo son tus ojos,
mi eternidad, tu abrazo.

Un demonio con alma de ángel,
eso soy ahora:
la oscuridad que aprendió a amar la luz.